(25 de agosto del 2025. El Venezolano).- Nicolás Maduro volvió a recurrir al pasado para intentar explicar el presente. En un acto desde el Legislativo, transmitido en cadena nacional, evocó la proclama de Cipriano Castro de 1902, cuando Venezuela enfrentó un bloqueo naval de potencias europeas. No es casual. Cada vez que la presión internacional se intensifica —esta vez por la amenaza de buques estadounidenses en el Caribe—, Maduro se aferra a la narrativa de la soberanía mancillada y del enemigo externo.
Por Miguel Henrique Otero.
La comparación con Cipriano Castro es, sin embargo, más reveladora de lo que el propio Maduro quisiera admitir. Castro no cayó por la intervención extranjera que denunciaba con ardor nacionalista. Su verdadero enemigo estuvo dentro de su propio círculo: Juan Vicente Gómez, su vicepresidente y compadre, lo desplazó del poder en 1908 mientras el caudillo estaba en Europa tratando de recuperar la salud. Castro nunca regresó; murió en el exilio, olvidado y sin poder.
La historia desnuda una paradoja. Castro usó el discurso del extranjero insolente para fortalecerse, pero terminó víctima de la traición interna. Maduro hace hoy lo mismo: invoca al imperio para cohesionarse, pero en el fondo sabe que su fragilidad no está en Washington, sino en Caracas, en los pasillos del poder que controla a medias con los militares, y en las tensiones de su propio bloque político.
Las liberaciones de presos políticos, 13 de más de 800 que quedan en las cárceles, que siguieron a su discurso no son concesiones sinceras, sino fichas tácticas. Maduro da oxígeno hacia afuera mientras aprieta los tornillos hacia dentro. Juega en dos tiempos: la resistencia contra Estados Unidos para sostener el relato y los gestos calculados para mantener a raya la presión internacional.
Pero si la historia sirve de espejo, Cipriano Castro debería ser una advertencia, no una inspiración. No fue el extranjero quien lo derrotó, sino el aliado más cercano. Maduro podrá invocar todos los fantasmas del pasado, pero su destino, como el de tantos caudillos, podría decidirse no en los mares del Caribe, sino en su propio patio.