(30 de marzo del 2020. El Venezolano).- «Su amistad, mi querido Miranda, es mi más preciosa recompensa. Su sublime filosofía es lo que nos une.»
General Dumouriez (Francia, 1739-1823)
Una persona nacida en el siglo XVIII, en la capital de una nación pequeña y bucólica, productora de cacao y café, mal podría soñar con conocer cuatro continentes, ni con participar en batallas épicas que escribieron la historia de tres grandes naciones. El 28 de marzo de 1750 nació en Caracas un niño que llegaría a participar en tres grandes gestas revolucionarias: La primera en Francia, luego en los Estados Unidos, y por último en Hispanoamérica, en la Venezuela colonial, nación de la que salió por ser hijo de inmigrante, un blanco de orilla poco respetado, sin jerarquía social. Ese ser fue Francisco de Miranda, hijo de un canario y una criolla.
Desde niño mostró poderes especiales para la música, para el entendimiento de la lectura, para expresarse con soltura y captar la atención de la gente. Ante el asedio de los mantuanos (los blancos criollos) su padre Don Sebastián, lo envió a formarse en el arte militar a España, allí tuvo las primeras experiencias de guerra en Melilla, al norte del África ardiente. Recorrió toda Europa, llegó hasta el Asia, a la cuna del Imperio Otomano, cruzó las aguas del Bósforo. Fue un amante valorado por las cortesanas, por una zarina, por dueñas de posadas y amas de llaves. Estuvo andando entre la admiración por su magnética personalidad, y la envidia por su altivez y su poder de seducción.
Sebastián Francisco de Miranda y Rodríguez ejecutaba la flauta trasversa, amaba los libros, admiraba en demasía a su padre, conocía los juegos infantiles de guerra. Hijo de Sebastián de Miranda Ravelo, próspero comerciante de telas nacido en Puerto de Tenerife, y de Francisca Rodríguez de Espinoza, maestra panadera, una caraqueña que descendía de madre canaria y de padre perteneciente a una familia de antiguos marinos lusitanos. Sebastián Francisco fue el primogénito de una familia de 9 hijos en total, ariano por los astros, en su torrente se cruzaron sangres de navegantes de ultramar. Con 21 años de edad llegó al sur de España, para estudiar arte militar, ya había cursado en la Universidad de Caracas estudios de latín y gramática, de donde egresaría como bachiller en 1767. Allí comenzó su vocación más acentuada, la de bibliófilo.
En 1772 el Rey de España, Carlos III, le confiere la plaza militar. Para la época ya hablaba inglés y francés, con la soltura propia de un cosmopolita. Llegó a dominar seis idiomas, fue un políglota respetado, condición que solo era reservada a los filósofos y a los sacerdotes con jerarquía.
Su magnetismo personal y su manifiesto liderazgo, le ayudaron a tener conexión con grandes líderes militares y políticos de su tiempo. Conoció a José de San Martín, el prócer de la Argentina, Chile y el Perú. Compartió en su casa de Londres con su paisano Simón Bolívar, el Libertador de América. Con Bernardo O´Higgins, el prócer de la Independencia de Chile y América del Sur. Con su compatriota Antonio José de Sucre, el Abel de América. Con el maestro Andrés Bello, el primer intelectual de la gran América, quien pernoctó en su casa por meses. Y con el inglés Thomas Cochrane, llamado «El lobo de los mares», protagonista de innumerables leyendas.
Domingo Alberto Rangel, el sabio cronista e investigador merideño, califica a Miranda como: «El dechado del internacionalista, el líder de la solidaridad de los pueblos» (Rangel, 2006).
Para el escritor indio-inglés V.S. Naipul, «Miranda fue el primer sudamericano culto que Europa conoció» (La pérdida de El Dorado, 1969).
Para el destacado periodista y escritor español Fermín Goñi, «Miranda fue todo desmesura. Es la vida más apasionante que he conocido nunca». Goñi es autor del libro «Los sueños de un Libertador», sobre la intensa vida de Miranda, y su gran proyecto de libertad continental.
Con aureola de libertario, Miranda llegó a ser amigo de los Presidentes George Washington y Thomas Jefferson de los EEUU. Del Alcalde de la ciudad de París, Gerónimo Petión. De Sir John Turnbul y del Primer Ministro Pitt en la tenebrosa Londres. Comió junto a Napoleón Bonaparte, intimó con Catalina de Rusia, y tocó la flauta frente a Joseph Haydn el 27 de octubre de 1785 en Hungría. Con «El padre de la sinfonía» coincidió en el amor por las obras del clásico italiano Luigi Boccherini. Sin duda, Miranda fue un ciudadano del mundo, además, fue reconocido como tal con honores.
Napoleón Bonaparte sobre el caraqueño universal, expresó: «En la comida se encontraban hombres de la más grande importancia, entre ellos creí ver a un Don Quijote, con la diferencia de que no estaba loco. Era el general Miranda, quien tiene el fuego sagrado del amor a la libertad en el alma».
En su gaita «El guerrero peregrino» Renato Aguirre González lo describe como un ser espiritual, masón y un amante fiel de la literatura, llegó a tener en su colección privada 6.000 tomos, los que siempre viajaron con él en baúles de caoba, ese era su más preciado tesoro:
«Ilustre peregrino rutilante, inquieto y quijotesco soñador, latinoamericano descollante del que Europa en un instante supo que era un campeador. Olímpico titán de envergadura romántico, guerrero, forjador. Amante fiel de la literatura, venezolano de altura, flamante batallador»
(Aguirre, 2000)
Pero a la gesta de independencia venezolana, Miranda llegó entrando a la vejez, pues en 1810 ya era un hombre sexagenario, de formación girondino, y con una actitud apacible y moderada ante la vida, propia de su edad. Los caraqueños que aún se sentían súbditos del Rey, se mofaron de su larga cabellera blanca, lo llamaban «abuelita». En 1805 cuando preparaba el desembarco en las costas de Coro a bordo del bergantín Leander (nombrado así en honor a su primogénito Leandro de Miranda Andrew), escuchó una frase del presidente norteamericano Thomas Jefferson que fue premonitoria: «Usted ha nacido demasiado pronto para ver el esplendor del Nuevo Mundo», resultó ser un gran aldabonazo.
Quedó como una mácula en la historia su capitulación del 25 julio de 1812 y la posterior reacción de Simón Bolívar (de quien fue su mentor) al acusarlo de traición, arrestarlo y entregarlo al español Domingo Monteverde, quien lo hizo prisionero, y lo trasladó al Morro de Puerto Rico. Posteriormente a San Fernando de Cadiz, donde murió. Quizá por ese paso transitorio, en la isla de Puerto Rico es muy tradicional el nombre «Miranda» entre féminas y hombres boricuas.
En la ciudad que le recibió como un joven soñador, cuando comenzaba a recorrer cuatro continentes: Cadiz en Andalucía, allí fue sepultado, en una tumba común. O quizá fue arrojado al mar; esa incógnita está por descifrarse. Murió el 14 de julio de 1816 víctima de la apoplejía, para la época, fue un hombre longevo, llegó a vivir 66 años, a pesar de las adversidades y vicisitudes. Fue tildado de hereje, se salvó milagrosamente de la guillotina en 1792, tuvo una salud de hierro para pasar las más recónditas fronteras; soportó calabozos, vivió entre espadas filosas y fogonazos de pólvora y salió ileso, indemne después de mil batallas. Fue además un prisionero digno, luchó por su libertad hasta el final, y como había servido al Ejército de la Corona Española y ostentaba buenas referencias e influencias entre los intelectuales destacados, se le eran permitido beneficios como: salir a comprar su comida, tener un ayudante-mayordomo, gozar de sus anhelados servicios sexuales, y comprar libros, su compañía más fiel a lo largo de su existencia.
200 años después, cuando la historia ha sepultado irremediablemente a tantos políticos, militares, intelectuales, artistas que no resistieron el paso de dos siglos, Miranda sigue vigente, su luz sigue encendida. Sigue inspirando a soñadores, sigue desde su enigmática figura, rodeada de misterios que van desde lo pagano y lo exquisito. Su bandera tricolor sigue flameando dos centurias después.
Como sucedió en Coro en 1806, la historia no le ha abierto sus páginas fácilmente, algunos historiadores lo han invisibilizado. Tal como lo describió Rafael Rodríguez en su gaita con el conjunto Rincón Morales en 1978:
«Coro no le abrió los brazos y Miranda se marchó en el alma se llevó el sinsabor del fracaso. Pero allí rompió los lazos de un pasado de dolor y su altivo tricolor es de América un pedazo».
(Rodríguez, 1978)
Miranda representa 200 años de vigencia, de enseñanzas, de inspiración. Pensó en un continente libre y unido, al que llamaría La Gran Colombia, cuyo epicentro estaría en el istmo de Panamá, esa capital se llamaría Colombo. Sin duda fue el Precursor de nuestra independencia. Deberíamos sentirnos orgullosos de tener un compatriota de tanta altura. Tal como lo pintó Arturo Michelena en su cuadro «Miranda en La Carraca» de 1896, él se mantiene presto a salir de su encierro, elegantemente vestido, con la mirada firme, fuerte desde su madurez y retando al tiempo.
Después de tantos amoríos, de coleccionar vellos púbicos de sus múltiples amantes, Miranda se casó con Sarah Andrews, una escocesa de impactante belleza. Ella le dio dos hijos: Leandro (1803) y Francisco (1806). Sarah le ayudó a hacer de su casa la principal embajada de Venezuela en Londres, el refugio de sus amigos y aliados, situada en el 27 de Grafton Street. Su esposa fue sepultada en Londres, la lápida de su tumba es muy austera, y solo reza: «Sarah Miranda, 1774-1847». Leandro fue periodista y diplomático destacado. Francisco Miranda y Andrews fue militar, peleó junto a Bolívar en Colombia hasta morir.
Los franceses en una muestra de gratitud a Francisco de Miranda, colocaron su nombre en el Arco de Triunfo de París, el símbolo fundacional de esa nación. La UNESCO en 2007 incluyó su archivo «Colombeia», conformado por 63 tomos, como parte del proyecto «La memoria del mundo». Nosotros los venezolanos, sus paisanos, sus coterráneos, por los que él luchó: ¿Dónde lo hemos colocado? ¿Le hemos dado un trato justo de su estatura? o ¿Tendrán que pasar 200 años más para que honremos su grandeza?
León Magno Montiel