(09 de junio del 2025. El Venezolano).- La institución —porque ya es una institución— de los niños sicarios en Colombia, nació en 1980. A lo largo de mi vida de periodista he examinado de cerca esa ignominia, fundada por Pablo Escobar y su primigenio cartel de Medellín. En 1981, aproximadamente, publiqué en La Prensa, de Bogotá —periódico inolvidable—, una primera investigación sobre los menores de edad que eran reclutados y entrenados para asesinar. En las comunas populosas de la miseria en Medellín, agentes de Escobar buscaban adolescentes de familias paupérrimas, por lo general a cargo solo de las madres, y les ofrecían la oportunidad de llevarles a ellas una estufa o un televisor nuevos a cambio de “acostar” a alguien. Primero, les enseñaban a utilizar una pistola que le regalaban y luego a cada chico lo encerraban en una habitación durante varios días, en los que debían mirar fijamente el rostro del que iban a asesinar y de él no conocían más que el nombre de pila, de manera que el día de la verdad debían seguirlo, pronunciar con un grito el nombre, la víctima volvería la cabeza de manera instintiva para ver quién lo mencionaba, el asesino constataría que era exactamente el de la foto y entonces, sí, le descerrejaría la carga de la pistola y se escabulliría, generalmente en la moto potente de un acompañante que lo esperaba, para ir recibir el pago.
Nota completa: Reporte de la Economía
No obstante, antes de ser contratado de manera definitiva, al menor de edad se le exigía un muerto de prueba para demostrar que sí sería capaz de cumplir el pacto. Esto implicaba que en algún lugar de Medellín el chico asesinaba al primer infortunado que pasara por ahí y al día siguiente llevaba el recorte de algún diario que reportara el homicidio de ensayo para quedar contratado en firme. Ese primer muerto, además, le demostraba al menor lo que le habían dicho desde el principio: “A usted no le va a pasar nada y, si lo detienen, no irá a la cárcel por ser menor de edad”.
El sicariato, entonces, pululó. Primero en Medellín y luego en las demás ciudades, en especial Cali y Bogotá. Se hizo típica la escena aquella de la moto robada de gran potencia y placas falsificadas que paraba en un semáforo en rojo, al lado del carro de la víctima, el asesino pronunciaba el nombre en voz alta, el elegido volteaba a mirar, quedaba claro que era él y recibía unos cuantos disparos.
Existen registros de niños asesinos de 12 años en adelante.
La industria del sicariato creció con escuelas de formación de sicarios que pronto tuvieron la protección de las autoridades y vino el reguero de muertos que no ha parado: Rodrigo Lara Bonilla, Luis Carlos Galán Sarmiento, Guillermo Cano Isaza, Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo Ossa, Carlos Pizarro Leongómez, José Antequera, Jorge Enrique Pulido, Andrés Escobar, decenas de jueces, fiscales, militares, periodistas… En los primeros seis meses de 2025 han sido asesinados 74 líderes sociales y han sido cometidas 27 masacres.
Mientras mayor era la cantidad de sicarios que se ofrecían en el mercado, más barato era ejecutar un homicidio.
La era inaugural de los niños sicarios se desbordó más tarde con escuelas mayores de asesinos que pasaron a formar a los grupos paramilitares del narcotráfico; la más conocida de ellas fue la que dirigió en el Magdalena Medio el mercenario Yair Klein, coronel israelí que años más tarde revelaría en entrevista con Univisión en Tel Aviv que fue contratado por Álvaro Uribe Vélez (ver: Álvaro Uribe Vélez pagó para formar los escuadrones de la muerte en Colombia). También estuvieron en Colombia preparando ejércitos asesinos —civiles, policiales, militares y judiciales— los mercenarios británicos del Special Air Service (SAS) Andrew Gibsonb, Peter Stuart Mc Lease, Brian David Tomnkin y John Owen, entre otros. El paso de todos ellos por Colombia, así como sus estragos, están expuestos de manera amplia en mi libro Crónicas de la Guerra Sucia (Editorial Planeta, 1997, ISBN: 958-614-586-7).
La industria colombiana de la muerte se ha ido consolidando durante los últimos 20 años hasta convertirse en una siniestra multinacional, buena parte de ella legalizada con innumerables “empresas de seguridad privada”, manejadas por las organizaciones de narcotráfico más poderosas del país (recomiendo leer: La seguridad privada en Colombia aportó en 2022 el 1.2% del PIB con un billón pesos y es manejada en gran medida por la delincuencia).
La exportación de sicarios colombianos ha cobrado fama universal con los homicidas que fueron a Haití a asesinar a su presidente, Jovenel Moïse; a Ecuador, a matar a mi colega, amigo y candidato presidencial Fernando Villavicencio, o a Ucrania, para pelear por plata en la primera línea una guerra contra Rusia que no les pertenece.
El repudiable atentado contra el joven senador Colombiano Miguel Uribe Turbay (quien se mantiene con vida en un hospital de Bogotá), cometido este sábado, lo hizo un niño sicario de 14 años. La historia sucia de Colombia se repite en todos los sentidos, lo que incluye la impunidad garantizada por la Fiscalía General de la Nación, entidad podrida y aliada al crimen (como el Clan del Golfo o la organización de Papá Pitufo), que, por ejemplo, mantiene engavetados los expedientes por los magnicidios de los ministros de Justicia Rodrigo Lara Bonilla y Enrique Low Murtra, a pesar de haber sido declarados de lesa humanidad, lo que equivale a que son imprescriptibles.
En cada atentado de connotación nacional volvemos a oír lo mismo: “ya hay cinco líneas de investigación”, “ha sido un atentado contra la democracia”, “los malos no pasarán”, “los colombianos estamos más unidos que nunca”…
Empero, lo único cierto es cada vez más grande y deplorable: las organizaciones del narcotráfico se comieron a Colombia.