(22 de diciembre del 2023. El Venezolano).- La crisis migratoria venezolana desaparece del radar internacional. Para usar los términos de los especialistas, pasamos de crisis descuidada a crisis olvidada. Nunca ha sido muy visible, y en su momento de mayor atención internacional llegó a obtener apenas alrededor de 36% de los fondos requeridos para atender y apoyar el manejo y las necesidades de migrantes, personas sujetas a protección política internacional y refugiados (aunque estos últimos no terminan de ser reconocidos como tales por los organismos internacionales ni los gobiernos receptores). Pero ahora pasaremos a engrosar las listas de los problemas mundiales prolongados y desatendidos.
Varias razones se esgrimen.
Por una parte, la persistente guerra provocada por Rusia en Ucrania y el estallido de un nuevo conflicto en Israel, esta vez provocado por la organización terrorista Hamás, que desató nuevas olas migratorias. Estas, tanto la guerra como sus consecuencias, más cercanas a los intereses de los países que proveen la mayor parte de los fondos tanto para la defensa militar como para la ayuda humanitaria, tienen la atención prioritaria, mientras que los temas prolongados, como la emergencia humanitaria compleja venezolana, o la dictadura criminal que la causa se van desgastando en la lista de los asuntos pendientes. Ciertamente, es parte de un ciclo no solo aplicable a Venezuela, sino a muchas situaciones de compleja solución y, sobre todo, de larga duración. Frente a la destrucción de Gaza o el estancamiento de la guerra contra Ucrania, ya nadie recuerda a los Rohingyas huyendo de Myanmar, o la crisis migratoria provocada por el conflicto en Siria, por citar dos grandes crisis que hace un lustro ocupaban, junto a la crisis migratoria de Venezuela, la atención de las agencias humanitarias y de los decisores políticos en los gobiernos y estructuras multilaterales de Occidente.
Por supuesto, al no ser noticia, el financiamiento destinado a atender esa crisis va mermando hasta quedar, si acaso, destinado a los servicios de base necesarios. Hasta el agua y la comida se hacen escasas y hay menos organizaciones y ONG para ocuparse de las personas en estado de vulnerabilidad al desplazarse internamente dentro de un territorio en conflicto, o hacia otros países.
Por otra parte, en nuestro caso concreto, hay dos eventos que complican más el financiamiento. Primero, la falaz campaña desde el régimen que Venezuela se había arreglado, y segundo, la oferta de más de 3.000 millones de dólares actualmente bloqueados en el sistema financiero internacional, que serían liberados en el marco de las negociaciones o el diálogo de México y Barbados y que irían a un Fondo Fiduciario manejado por la ONU abierto a múltiples socios, y destinado a atender las necesidades sociales en Venezuela. Este Fondo Fiduciario está a la espera del cumplimiento de lo pautado en Barbados para que se inicien las transferencias y se asignen los recursos, pero ya numerosas instituciones internacionales del sistema de Naciones Unidas, ONG internacionales de larga trayectoria, además de diversas organizaciones nacionales, tanto del sector oficial como de la sociedad civil, se han activado para ser consideradas como parte del engranaje.
Aunado con lo anterior, tenemos por delante un asunto de responsabilidad. No podemos obligar a nadie a ocuparse de nuestra migración porque, en definitiva, cada cual está defendiendo una agenda, y tendríamos que ser nosotros, quienes deseamos regresar a un sistema de derechos, los que le demos visibilidad a nuestros migrantes, y definamos una agenda centrada en el interés nacional teniendo en consideración el bienestar de nuestros ciudadanos. Los demás, lo hemos visto y constatado, van por sus intereses. Si coincide que ese éxodo sirve a un fin político de alguien con fondos o alguien que quiere obtenerlos, entonces se le sube la visibilidad. Cuando no la tiene es porque el foco ha cambiado de sitio, ataca el síntoma que esa migración causa en otros escenarios, y se pierde el foco en el problema migratorio como tal. En el mundo de lo humanitario, se leen con frecuencia denuncias en torno a la falta de atención a una crisis. La negligencia o abandono de muchas situaciones en el tablero internacional obedecen a una elección. Cuando existe la voluntad, la acción política puede tener impacto: aumentan los eventos internacionales, aumenta la velocidad de respuesta, aumenta la visibilidad en los medios, y por supuesto, se consiguen múltiples contribuciones y destinan vastos fondos para atajar las causas y ocuparse de las consecuencias. Lo vimos al inicio de la pandemia del COVID-19, lo vimos al principio de la invasión rusa a Ucrania, y lo vimos con el atentado terrorista en Israel y su feroz respuesta en Gaza.
Mientras sean otros quienes manejen nuestra agenda, seguiremos viendo respuestas xenofóbicas, populistas, electoralistas, o incluso oportunistas, al exigir que los fondos que los que se disponen, sean entregados a tal o cual país, tal o cual agencia, o tal o cual ONG. En ese enjambre de intereses, quien en definitiva pesa menos es el migrante. En el llamado “pragmatismo” que les permite ayudar a los necesitados, a esas personas en estado de vulnerabilidad mientras engordan sus presupuestos y sus plantillas de recursos humanos, hemos visto a gobiernos de países de la región, organizaciones y agencias internacionales, y todo el resto de esa industria del dolor que se crea en torno a lo humanitario. En varias de mis misiones internacionales he podido constatar cómo terminan por perpetuar el problema y dejar una buena tajada del financiamiento en el camino. Las oficinas crecen en funcionarios, en deslocalización hacia “el terreno”, en ajustes salariales por destino (costoso si es Ginebra o Nueva York, o peligroso, si es Saná o Caracas), o en creación de nuevas estructuras de partenariado público y privado aguas arriba y aguas abajo. En fin, podríamos decir que es un cluster económico mundial. A modo ilustrativo, caben este par de anécdotas: un funcionario de Acnur, muy noblemente me dijo al inicio de la crisis migratoria: no pidan campos de refugiados, porque una vez que se instalan no se levantan más nunca. Otro, un representante de una ONG internacional fue menos amable y más cínico. Me dijo: amo a los refugiados, y tenemos que ser prácticos, no vamos a molestar al gobierno porque entonces nos hará más difícil trabajar dentro del territorio, así que, ustedes (refiriéndose a la oposición) no denuncien, déjennos trabajar.
En definitiva, seguiremos viendo cómo se diluye el problema en medio de titulares, cifras y consejos de expertos, mientras se pierde lo esencial. Cuando hablamos de migrantes, de refugiados, estamos hablando de personas. Se trata de historias y sueños truncados, de familias desgarradas. Se trata de gente con capacidades y ambiciones que quizás las dejan en el trayecto.
No he visto lo más doloroso de nuestra migración en vivo, porque no he estado todavía en los campamentos a la salida de la Selva del Darién, o conversado con los caminantes congelados que surcan Colombia. Pero he leído suficientes informes, y visto reportajes en los que muchos dicen que prefieren el campo de refugiados antes de regresar al horror de la persecución, o que han pasado de la añoranza a la determinación por conquistar la meta de la migración. Conozco historias de esas que lo dejan a uno mudo. De saberse en la frontera, con su bebé en brazos y llorar por los que dejó atrás después de caminar una semana, de dormir al aire libre en una plaza y amanecer al lado de un compañero muerto, de pasar de un refugio a otro y perder a uno de los hijos en el trajín, de ser puestos en la calle porque se termina el monto pagado por las autoridades, de ser apaleados por el simple hecho de ser extranjeros, de no tener con qué cubrir la renta, de ser la única mujer en medio de un centenar de migrantes de Asia central o de África, de tener un doctorado y atender ancianos como único empleo, de prostituirse para comer, de recoger siembras como esclavos, de vivir ocho en una misma habitación. De terminar en detención preventiva.
Cada historia es un mundo de sinsabores, de duelo interminable, de nervios prolongados.
Lo fascinante es que, en medio de esos cuentos, cuando la mirada de quien cuenta se desvía para evitar tropezarse con la de quienes escuchan, aparece con frecuencia una risa, un yo resuelvo, un “pa’trás ni pa cogé impulso”, un levantar la copa y seguir viviendo. La resiliencia del migrante nace de la fuerza que lo empuja a buscar esa alternativa de un futuro mejor que no pocos van logrando.
En este sentido, en el Foro Mundial sobre Refugiados que se sostuvo entre el 13 y 15 de diciembre pasados organizado por Acnur y Suiza conjuntamente (y co-convocado por cinco países entre los que se encontraba Colombia) el Secretario General de la ONU, Antonio Guterres decía en su declaración en la plenaria, que había visto cómo los refugiados se integraban en sus países de acogida, cómo enriquecían el tejido social y económico dando un impulso a ambientes más prósperos, y que por ello estaba convencido de que proteger y apoyar a los refugiados en cada paso de su viaje es una obligación moral, una necesidad práctica y un imperativo económico.
Hubiese sido una buena señal ver incluida la migración venezolana en el discurso de Guterres o escuchar de las delegaciones que ofrecían contribuciones defender nuestro estatus de refugiados. Pero sin sorpresa alguna, más allá de echarse flores, nadie lo hizo.
Esa es tarea nuestra.