(15 de enero del 2021. El Venezolano).- El 9 de noviembre, el economista venezolano Federico Alves denunció en su cuenta de Twitter lo siguiente: “Me acaban de botar de la Casa Venezuela de Tampa, organización de apoyo a los venezolanos que llegan sin nada, cofundada por mí hace +10 años, porque apoyo a @joebiden”. Un poco después, para no alimentar una pelea pública, decidió retirar el mensaje de su cuenta. Este ejemplo es tan pequeño como contundente. Muestra de manera perfecta cómo los procesos de polarización se alimentan, propagando la irracionalidad, arruinando las buenas causas y destruyendo las instituciones.
Hay un grupo de venezolanos, algunos con sonora presencia en las redes sociales, que tiene la fantasía de que Donald Trump es, realmente, el único presidente estadounidense que ha hecho algo por el regreso de la democracia a Venezuela. En el actual contexto electoral norteamericano, opinan y se comportan como si Joe Biden fuera el hijo perdido de una perversa relación incestuosa entre Hugo Chávez y Fidel Castro; como si Trump fuera una nueva versión de Rambo III, la única garantía de salvación que nos queda: rápido y furioso, él solito puede liberar a la patria de Bolívar.
¿De dónde nace esta idea y cómo se sostiene? Después de 4 años en la presidencia, ¿se puede, acaso, decir que la política exterior de Washington ha logrado adelantar alguna solución en el conflicto de Venezuela? ¿Se trata, en verdad, de un enfrentamiento ideológico? ¿Por qué un sector de la oposición venezolana se entrega de manera tan fervorosa a la polarización política de Estados Unidos?.
Este tipo de vínculo entre un líder y sus seguidores va más allá de cualquier doctrina. Apela a consignas simples como “ser rico es malo” o “ser socialista es malo”. No importa que digan lo contrario: funcionan como sentencias movilizadoras, agitan los miedos, promueven los resentimientos. Ofrecen la ilusión de un argumento cuando, en realidad, expulsan el discernimiento del ámbito político. Son relaciones que viven, precisamente, gracias a eso: a la ausencia de racionalidad.
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, comparte con el fallecido presidente venezolano Hugo Chávez dos características esenciales: como líderes mediáticos, ambos tienen un enorme talento publicitario. Como gerentes de mercadeo de sí mismos, ambos no tienen ningún tipo de escrúpulo. Son capaces de hacer cualquier cosa para ganar, para no perder. La ideología solo es una estrategia de ventas que, en estos años, además, ha demostrado una eficacia letal. Basta ver la manera en que los venezolanos seguidores de Trump descalifican a cualquiera que piense distinto, para reconocer de inmediato el mismo tono, el mismo tipo de trato despreciativo con que Chávez y los chavistas empezaron un nuevo proceso de exclusión política en Venezuela. El término “progre” ahora funciona como antes, para el chavismo, funcionaba el término “escuálido”. En las redes, su simple mención sirve para desacreditar y anular cualquier idea o postura diferente a la propia.
La ficción de que solo Trump ha enfrentado radicalmente al chavismo se nutre de varias fuentes distintas. Una viene por supuesto del propio relato de Trump, capaz decir lo que sea, capaz de acusar a cualquiera de comunista para sembrar pánico mientras mantiene relaciones con Rusia y con China. Es un vendedor nato. Se presenta como Rambo pero, en rigor, más que una amenaza real parece un juego de seducción.
Otra fuente viene del gobierno anterior, del aparente descuido de Barack Obama ante lo que sucedía en la región, de su postura frente al bloqueo en Cuba (que flexibilizó hacia el final de su gestión) y su histórica visita a La Habana. Otra, por supuesto, se sustenta en las sanciones que —aunque ya habían empezado con Obama— el gobierno de Trump ha ido sumando de forma creciente y asfixiante sobre el país. Y, finalmente, algunos de los líderes de la oposición venezolana, en estos dos últimos años, se alinearon bajo el protagonismo de Trump, reforzando la idea de que el presidente estadounidense representaba la única solución posible para el país.
Sin embargo, al contrastar todas las hipótesis contra la realidad, cualquier conclusión parece frágil. La realidad, como siempre, es más compleja. Cuatro años después, el liderazgo opositor está diezmado y es casi invisible, la población se encuentra desmovilizada, controlada por el Estado mediante la pobreza y el chavismo no muestra ningún indicador de resquebrajamiento. Por el contrario: cada vez ejerce la violencia con mayor impunidad y, a partir de su control mediático, fortalece e impone la narrativa que afirma que toda la crisis económica y que todos los problemas del país tienen su causa en el bloqueo. Aunque en varias ocasiones, desde Washington se afirmó que “todas las opciones están sobre la mesa”, aludiendo obviamente a una alternativa militar, el personaje de Rambo Trump nunca llegó a las costas de Venezuela. Las sanciones tampoco han logrado la esperada “implosión interna” del chavismo. Ahora, cualquiera de los escenarios de posibles soluciones al conflicto están más lejos.
El final del ciclo de Trump representa también el final de una quimera para un sector de quienes adversan al chavismo: se acaba la ilusión de que hay una salida express, un instantáneo desembarcode marines, una probable invasión bajo pedido. Los venezolanos ya deberíamos ser expertos y estar inmunizados ante las promesas mágicas, ante el encantamiento farsante de los Chávez y de los Trump que siempre tratan de convertir la historia de todos en su espectáculo privado.
Uno de los elementos más interesantes de todo ese proceso es comprobar cómo algunos venezolanos de oposición han establecido con Donald Trump la misma devoción ciega que otros venezolanos establecieron con Hugo Chávez en la esquina contraria de un supuesto antagonismo político. Las categorías de “derecha” o “izquierda” son inútiles a la hora de analizar este tipo de lazos. La emoción sustituye a la ideología. Y no cualquier emoción. Se requiere algo más que un ánimo contenido. Es una concepción que supone que la política es o debe ser un exceso sentimental. Una devoción ciega pero muy vociferante, donde el furor religioso pesa más que los argumentos.