(06 de agosto del 2025. El Venezolano).- No hay nada más criminal que la indiferencia frente al crimen. El silencio es la complicidad de los tímidos, la coartada de aquellos que saben y no actúan, el terreno fértil donde florece la barbarie que se creía desterrada del mundo.
Hay momentos en los que la historia se precipita, no como torrente sino como un goteo sostenido que de pronto revela su lógica profunda. El pasado 25 de julio, Estados Unidos marcó un punto de no retorno: el Cártel de los Soles, esa confederación criminal alojada en el corazón del poder venezolano, fue oficialmente designada como grupo terrorista internacional. La figura presidencial de Nicolás Maduro fue despojada de su barniz diplomático para ser asumida, al fin, como lo que es: la jefatura de una organización criminal transnacional.
Este acto, contenido en una orden ejecutiva sustentada en el Título 50 de la legislación norteamericana —fundamento jurídico para la defensa y seguridad de Estados Unidos, abarcando desde la guerra hasta la inteligencia y la respuesta ante amenazas nacionales o internacionales—, no fue una declaración de guerra, pero tampoco un gesto simbólico. Fue un golpe de realidad. Desde ese momento, todos los instrumentos del Estado norteamericano pueden ser usados para capturar, neutralizar o eliminar a los miembros del mencionado cártel: diplomáticos, económicos, judiciales, militares.
Lo inquietante es que esta designación no encontró respuesta en forma de confrontación abierta o repliegue interno. Por el contrario, parece encajar en una estrategia ya en marcha: la ampliación de una zona de poder irregular en la frontera colombo-venezolana. Una semana antes de la designación, Nicolás Maduro —el tirano tropical devenido operador transnacional— y Gustavo Petro —el aprendiz de brujo con nostalgia de Bolívar— firmaron en secreto un memorándum para crear una zona conjunta en la frontera. Apenas registrado más allá de los pasillos de la élite política colombiana, este texto discreto marca un giro tectónico en el drama contemporáneo del continente: el acto segundo de una operación de reconfiguración geopolítica que no se juega en los parlamentos, sino en la cartografía. Se trata de la instauración de una “zona binacional” en el corazón de la frontera colombo-venezolana. Un enclave que abarca 7% del territorio de ambos países y que amenaza con convertirse en el útero geopolítico de un nuevo Leviatán armado. Sin ley ni rostro, donde las nociones de soberanía, república y ciudadanía son disueltas en la alquimia oscura del crimen organizado.
¿Binacional? El vocablo, en apariencia inofensivo, evoca simetría, civilidad, arquitectura institucional. Pero en la franja que atraviesa el Zulia y el Táchira venezolanos, el Norte de Santander, el Cesar y La Guajira colombianos, no se está esculpiendo un espacio de reconciliación. Lo que allí toma forma es una criatura bastarda del caos: una república paralela. Una entidad sin Constitución ni ciudadanía, pero con armas, rutas y banderas. Un territorio entregado no a la ley ni a la voluntad popular, sino al control operativo del ELN —esa milicia ideológica devenida empresa criminal— que desde hace años impone su orden desde las sombras. Ahora, bajo el barniz de un memorándum interestatal, ese poder de facto adquiere rostro diplomático, legitimidad política y cobertura de Estado. Es la legalización del crimen como forma de gobierno.
Estamos, como diría Albert Camus, frente al «poder de los asesinos». Pero no se trata de una guerra de guerrillas ni de un conflicto insurgente: se trata de un Estado criminal transnacional que, acorralado por la legalidad internacional, ha decidido mutar, desplegarse, territorializarse y sobrevivir.
Lo que se ha firmado como un memorándum de entendimiento para establecer una zona binacional de integración económica, salud y educación, en realidad blinda una arquitectura de poder irregular que ha venido creciendo desde hace décadas. Las FARC ya lo habían imaginado en los años noventa del siglo pasado como el «territorio independiente del Casanare». Hoy, bajo el patrocinio del régimen de Maduro y el gobierno de Petro, se materializa como una franja sin ley, sin frontera, pero con mando. Con una economía basada en el narcotráfico, la minería ilegal y el contrabando, y con una narrativa de integración que encubre el objetivo real: consolidar un enclave desde donde proyectar poder al margen de las democracias.
Los datos son públicos. La mitad de las tropas del ELN en Arauca son venezolanas, según la reportera Salud Hernández-Mora. En Catatumbo —norte de Santander, Colombia, y sur del estado Zulia, Venezuela— los laboratorios de cocaína operan con protección de la Guardia Nacional Bolivariana. En el Arco Minero del Orinoco, las zonas de explotación son custodiadas por guerrilleros, colectivos y mafias con acento albanés, marroquí, mexicano. En Caracas, el ELN tiene acceso a inteligencia y movilidad. En Cúcuta, la capital del departamento de Norte de Santander, proyecta establecer su «capital binacional».
No se trata, por tanto, de un acuerdo bilateral. Es una estrategia de repliegue. Una maniobra envolvente —más táctica que frontal— que busca fortalecer el control en la periferia territorial para blindar el centro de poder. Como en los antiguos tableros de estrategia asiática, no se protege el corazón del tablero atacando directamente a Caracas o Bogotá, sino ocupando los márgenes, asegurando las esquinas, consolidando corredores. Así se crea una zona de amortiguamiento que garantiza continuidad al proyecto político criminal, incluso en escenarios de crisis en el centro.
No estamos, pues, ante un acuerdo bilateral. Estamos ante una mutación calculada, envuelta en el lenguaje de la diplomacia, pero dictada por la lógica de la guerra irregular.
Y ahí está la intención perversa del plan. La designación de Maduro y Diosdado como terroristas no los ha detenido. Mientras los fiscales en Nueva York levantan expedientes, Maduro y Petro erigen una nueva arquitectura de poder en la frontera. Mientras la DEA congela cuentas, el ELN construye trincheras. Mientras Washington ofrece 25 millones de dólares por la cabeza de Maduro y Cabello, los cárteles mexicanos y el de los Soles refuerzan las rutas del Caribe.
No es una exageración hablar de una república paralela. Es un concepto estratégico. Una zona gris donde el poder no es estatal ni meramente ilegal, sino una fusión de ambos. Y donde el objetivo no es solo resistir, sino proyectarse: financiar campañas, condicionar elecciones, garantizar impunidad y preparar el terreno para un retorno geopolítico en el caso de una transición en Caracas.
¿Y Colombia? Petro dirige un juego ambiguo. Ensalza a Simón Bolívar, habla de la Gran Colombia, se declara hijo del M-19. Firma acuerdos con Delcy Rodríguez mientras sus ministros coordinan operativos con Vladimir Padrino López. Dice buscar la paz, pero legaliza el territorio de guerra del ELN. En nombre del desarrollo entrega soberanía. En nombre de la paz, institucionaliza el caos. En nombre del progresismo, ofrece una salida a los criminales del poder.
El silencio de las instituciones venezolanas es sepulcral. Pero en Colombia, las alarmas suenan. Militares retirados, diplomáticos, intelectuales y periodistas denuncian la estrategia. Álvaro Uribe, blanco de ataques judiciales, advierte que esta zona binacional es un enclave narco disfrazado de integración. El general (r) colombiano Jorge Mora denuncia la pérdida de soberanía. El vocero y dirigente del Movimiento de Salvación Nacional, Enrique Gómez, lo llama sin eufemismos: un ecosistema criminal.
Y tienen razón. Porque lo que está en juego no es una frontera, sino una concepción de la república. No es una línea geográfica, sino el límite entre civilización y barbarie. Lo que se juega en el Catatumbo y en el Táchira es la supervivencia misma de la legalidad como principio de organización del poder.
Decía el filósofo francés Bernard-Henri Lévy que la indiferencia es la complicidad de los tímidos. Y en este caso, el silencio es criminal. Porque lo que se está fraguando en la frontera colombo-venezolana no es una simple anormalidad regional: es el laboratorio de una nueva forma de dominación posestatal.
Como el Califato del ISIS, esta república paralela mezcla elementos estructurales similares: ideología mesiánica (de inspiración bolivariana), economía criminal (coca y oro), violencia legitimada (ELN como insurgencia reconocida) y estructuras cuasi estatales (acuerdos binacionales, escuelas, hospitales, redes de clientela). No necesita reconocimiento internacional. Le basta con operar.
Y como ISIS, su derrota no vendrá por declaraciones ni memorandos. Llegará por la reconstrucción de la soberanía. Por la movilización de las fuerzas democráticas en ambos países. Por la ruptura del cerco del miedo. Por la acción, firme y racional, de quienes aún creen que la república no se negocia.
Porque sí, hay momentos en los que la historia se precipita. Este es uno de ellos. Y el desenlace no está escrito. Pero si el mundo calla, si Colombia se resigna, si Venezuela no despierta, esa franja binacional se convertirá en el primer territorio liberado del crimen organizado con legitimidad política en el hemisferio.
Y entonces, cuando sea demasiado tarde, nos preguntaremos por qué no lo vimos venir. O peor: por qué, viéndolo venir, no hicimos nada.