(25 de octubre del 2021. El Venezolano).- Una novela, Tongolele no sabía bailar, su último libro en Alfaguara, en el que Sergio Ramírez hace crónica, realidad y ficción sobre los disturbios mortales habidos en su país en 2018, le ha costado la persecución y el exilio al narrador, premio Cervantes de Literatura.
Esa persecución fue decretada por quien alguna vez fue su amigo y a quien, tras el derrocamiento del dictador Somoza, el ahora dictador Daniel Ortega nombró vicepresidente. Ortega no ha tolerado la denuncia a la que lo sometió este hombre que, sentado en su estudio de Madrid, cuenta para Clarín que pasará este destierro en España, país que ya le concedió su nacionalidad. Sergio Ramírez dice: “Sabía que los temas que estaba tocando, la insurrección popular combatida a balazos, mientras el Estado difundía la idea de que había el intento de un golpe de Estado”, iban a molestarle a su antiguo compañero revolucionario, porque escarbaba también “en la naturaleza esotérica y rarísima que tiene este régimen”.
Durante este mes, la mayor parte del cual ya lo vivió en el que ahora es ya su país de exilio, ha vivido, además, el susto de la enfermedad. Aquí cuenta el desarrollo de los prolegómenos de su decisión de quedarse a vivir en algún lugar aun no decidido de su nuevo destino.
─¿Qué siente en este momento con respecto al torbellino que lo ha rodeado en un mes?
─La primera tentación es situarse fuera de la pantalla de cine, como el personaje de Woody Allen en La rosa púrpura de El Cairo, y contemplar los acontecimientos desde fuera. Porque involucrarse no es tan fácil, te pone más tenso. He tenido algunos problemas de salud, pues las emociones están ligadas al funcionamiento del cuerpo. Y porque quiero ponerme en calma conmigo mismo he decidido, junto con mi mujer, que nos vamos a quedar en Madrid poniendo tierra, o agua en este caso, de por medio. A estas alturas de la vida no es tan fácil encontrar un camino, pero lo intentaremos. Dichosamente tengo mi vida de escritor y ni siquiera me atrevo a pensar qué sería sin ella. No me entendería a mí mismo. Así que yo me aferro a la escritura. Y lo único que haré será hacerme a la idea de que cambio de mesa mi ordenador y seguiré escribiendo, explorando temas, buscándole caminos a la imaginación, sin olvidar de dónde vengo y hacia dónde quiero volver alguna vez.
─¿De dónde viene? Ahora viene de muchos sitios. También viene de España. Y de América Latina.
─Sí, pero uno viene de su infancia, ¿no? De un pueblo tranquilo, casi silencioso. Cuando yo era niño, en mi pueblo se podían escuchar las campanas de los pueblos vecinos. Eso te da la idea de quietud que yo tenía y el arraigo que se basa en el silencio. Vengo también de la familia inmensa que yo tuve.
─Ha convertido Masatepe en un lugar mítico de la literatura hispanoamericana. Es el lugar de origen de su obra. Aunque escriba de otras cosas siempre está ahí presente. También en su conversación. Masatepe es como si fuera su madre con usted.
─Sí. Yo creo que el pueblo donde uno nació y donde vivió su infancia, uno lo rememora y también lo reinventa. Siempre está en la memoria. Y fíjate que ahora ya no recuerdo secuencias, sino fotos fijas. Lo que me queda son fotos fijas de mi infancia. Esa infancia que con, los años, se vuelve un país extranjero al que uno siempre quiere volver.
─¿Qué color tiene ese país?
─Tiene el color de la arena volcánica. Siempre me recuerdo caminando por la calle que lleva a mi casa, que desciende, y en la que uno puede ver por encima de los tejados un volcán. De hecho, casi puedo concebir que el volcán está en el patio de mi casa. Cuando yo era niño, ese volcán retumbaba a media noche y yo lo escuchaba sobrecogido. Es que vivir casi en la falda de un volcán es una experiencia inigualable.
Sergio Ramírez dice que no lo sorprendió la decisión de Daniel Ortega de perseguirlo. Foto Pablo García
─Es curioso que, cuando hay un drama, todo se convierta en una metáfora. Volcán es una palabra que se ha convertido en una metáfora de este instante de su vida.
─Bueno, es la costumbre de la cercanía de los volcanes. En Nicaragua debe haber unos 30 volcanes en la franja del Pacífico, muchos de ellos activos o semiactivos. Ahora que veía los derrames de la lava en la isla de La Palma, pues… es algo muy familiar. Es algo que he visto siempre. Y sí, vivo en un territorio volcánico, no sólo respecto a la geología sino también a la historia. Nicaragua es un país volcánico en todos los sentidos y uno está acostumbrado a que el piso tiemble bajo los pies.
─Ese volcán conoció tu acción democrática. Luchaste contra una de las dictaduras hispanoamericanas que todavía quedan. Una dictadura que te ha expulsado a ti de su territorio.
─Lo que pasa es que, cuando relaciono la historia pública con mi historia privada, siempre hay una dictadura de por medio. Cuando yo nacía gobernaba el viejo Somoza. Cuando fui a la universidad estaba su hijo, Luis Somoza. Y luego derrocamos a su otro hijo, Anastasio Somoza. Entonces, mi vida, desde la infancia hasta la edad adulta, está marcada por esa dinastía dictatorial. Luego pensé que el país tomaría un camino distinto y, de pronto, volvimos a caer en lo mismo. En la historia de Nicaragua del siglo XX y del siglo XXI, los gobiernos democráticos son excepcionales, casi anecdóticos. Siempre domina la figura del caudillo. El viejo Somoza era un bandido con carisma. Este otro que tenemos ahora no tiene ningún carisma.
─Le he escuchado contar en otras ocasiones la relación con Daniel Ortega con la gente que se fue disgregando después de haber hecho la Revolución. Pero, ¿cómo era su relación con aquella realidad revolucionaria antes de que le ganaran la batalla a Somoza?
─Cuando yo regresé de Alemania en el 75 entré en un panorama muy confuso porque el Frente Sandinista estaba dividido en tendencias muy sectarias. Eran guerrilleros de manual, no muy intelectuales, esa era la realidad. Yo entré como un intelectual y busqué cómo acomodarme a esa situación, sabiendo que para derrocar a Somoza había que empuñar las armas y que quienes empuñaban las armas no tenían que haber leído a Hegel o a Engels. Y, bueno, esa fue una lucha llena de heroísmo, de sangre de los jóvenes que estaban dispuestos a darlo todo por un cambio, y eso fue lo que siempre me impresionó más a mí. Fue una de mis principales motivaciones.
─En una conversación privada le escuché hablar del concepto de amistad y lo que ocurría durante la guerrilla. ¿Cómo fue posible que aquel grupo de muchachos, a los que usted le dedicó un libro, Adiós muchachos, se disgregara sin amor?
─Porque en una Revolución como la que yo viví pesaba más la ideología que los sentimientos. La improvisación de los primeros momentos era muy honesta, era querer resolver los problemas. Pero después la ideología va cayendo como una losa. Otra vez “primero la ideología, compañeros”. Eso lo encorseta todo y eso le va quitando amor a la gente. Al final, la ideología se estratificó y no pudo evolucionar y no pudo leer la realidad, porque sólo se leyó a sí misma. Y eso fue una gran tragedia.
─¿Qué terminó rompiendo el proceso revolucionario?
─Eso: el distanciamiento entre ideologías y realidad. Cuando en la Reforma Agraria los campesinos reclamaban títulos de propiedad, la Revolución les decía que no porque se iban a convertir en pequeños burgueses, que la tierra era del Estado y que ellos, claro, podían usufructuar la tierra, pero nada más. Hoy eso me parece una aberración. Porque se había prometido entregar la tierra a la gente. Y la inconformidad provocó la guerra ideológica.
─¿En qué momento usted dijo ‘¡hasta aquí, no más!’?
─Cuando vi la repartición de bienes que se dio en la etapa de transición. Cuando exigimos cuentas y que se juzgara a las personas que habían abusado de los bienes del Estado y nunca fuimos oídos. Luego vinieron las diferencias de los modelos para continuar dentro del Sandinismo. Yo pretendía que un partido verdaderamente democrático pudiera regresar al poder por la vía electoral y Ortega, y la gente que lo apoyaba, se apuntó a la desestabilización del gobierno de doña Violeta Chamorro. Luego yo respaldé que la Constitución prohibiera la reelección presidencial, y lo que pretendía Ortega era, precisamente, la reelección. Lo que estamos viendo ahora.
─¿Hubo desgarro, Sergio?
─Sí, muchísimo. Claro. Yo estaba rompiendo con un sueño. Un sueño con el que no sólo me había comprometido yo, también mi familia, mis hijos. Mi hijo había ido a pelear contra la Contra. Mis hijas fueron a alfabetizar. ¡Como muchas otras familias, eh! No me estoy poniendo de ejemplo.
─Uno pensaría que los revolucionarios tienen que ser amigos. ¿Se produjo la amistad con Daniel Ortega?
─Sí, claro. Hay un momento en que trabajas y compartes una vida. Yo vivía más horas en la casa de gobierno que en mi propia casa. Los niños estaban a cargo de mi mujer y yo estaba intentando cambiar al país. Y entre nosotros había camaradería, bromas… No sé si amistad a fondo, porque un amigo es el que le cuenta sus penas al otro y yo nunca le conté mis penas a Daniel Ortega ni él me contó las suyas. Él tenía su vida y yo la mía.
─¿Cuál era la suya?
─Eso: trabajar por la Revolución y ser lo que yo siempre había sido: pugnar por ser un escritor.
Con información de El Clarín