(14 de julio del 2021. El Venezolano).- Los violentos acontecimientos, de los días finales de la semana anterior, en el centro sur de Caracas, constituyen una nueva y rotunda prueba del proceso de somalización presente en nuestra sociedad. La guerra urbana viene a sumarse a la guerra fronteriza, y a la sórdida y poco visible guerra de los grupos armados al margen de la ley (llámese guerrillas, paramilitares y bandas crimínales) que pululan en las zonas rurales y en el Arco Minero.
El control de espacios importantes del territorio nacional por parte de grupos armados al margen de la ley toca ya las cercanías del centro del poder político del Estado: el Palacio de Miraflores.
La irrupción de las bandas crimínales en el área urbana de Caracas, primero en Petare bajo el comando de un sujeto denominado Wilexis, las incursiones de una banda en la Autopista Regional del Centro a la altura de Las Tejerías y ahora la violenta acción del Koki en la Cota 905, y su impacto sobre la urbanización El Paraíso, El Cementerio, la autopista Francisco Fajardo y el área de Quinta Crespo solo se explica como resultado de una política de “defensa de la revolución”, en mala hora concebida en las retorcidas mentes de la cúpula comunista, que bajo la conducción del extinto comandante Chávez, dispusieron de todo un plan de creación de grupos para militares para defender su permanencia en el poder, luego de los acontecimientos del 11 y 12 de abril de 2002.
Desde entonces se resolvió hacer de la fuerza armada un partido político, en abierta contradicción a lo establecido en el artículo 328 de nuestra Constitución.
Con la importada consigna del castrismo cubano: “Patria, socialismo o muerte” se inició un proceso de ideologización a la estructura militar, acompañada de una purga de la oficialidad que se negaba a asumir su rol de activista político de una ideología decimonónica. El principal requisito para ascender en la estructura piramidal de dicha organización era su perruna adhesión al “comandante en jefe” y a la doctrina socialista.
Con el equipamiento del material de guerra ruso, sobre todo la incorporación de los fusiles Kalashnikov, se decidió armar a las pomposamente denominadas “milicias populares” y a “los colectivos” con los desincorporados fusiles FAL. Las milicias terminaron asimilando las bandas delincuenciales implantadas en diversas zonas populares, a las que se les asignó la misión de controlar políticamente a la población para frenar la protesta popular y evitar una rebelión en las barriadas capitalinas.
A tal efecto, se le dio un tratamiento especial a peligrosos delincuentes, internados en los centros penitenciarios del país, para que fuesen a dirigir esos “colectivos de paz” en las áreas asignadas bajo el pomposo nombre de “zonas de paz”.
El acuerdo entre el gobierno socialista y las bandas criminales de otorgarles impunidad, dinero, licencia para el delito y control territorial a cambio de cumplir el rol de control político ha terminado en un rotundo fracaso. La guerra desatada por Wilexis en Petare, en noviembre del año pasado; y la del Koki, en estas semanas, así lo ha demostrado.
La naturaleza criminal de dichas organizaciones y la falta de pago suficiente y oportuno a las nóminas delincuenciales, ha generado una ruptura que ha traído de regreso a la actividad delictiva más abierta a las bandas crimínales, buscando ampliar su cobertura y atacar a funcionarios de los cuerpos de seguridad; con su natural impacto en una población desarmada, víctima inocente de una irresponsabilidad sin precedentes en la historia del último siglo venezolano.
El reparto de armas a milicianos, la creación de unas supuestas Unidades de Defensa integral, constituidas por civiles, a las que se les ordenó la entrega de miles de fusiles crearon una anarquía en la posesión de armas de guerra, muchas de las cuales han terminado en manos de todos estas bandas crimínales.
Las consecuencias de esa política irresponsable la pudimos ver, en una fase inicial, con los acontecimientos de la semana anterior en el centro de Caracas. Hasta el momento de escribir estas líneas, la guerra urbana de 3 días llevaba un registro de 35 muertos y 28 heridos, entre civiles inocentes, crimínales y funcionarios.
La guerra del chavomadurismo contra nuestra sociedad es el resultado de una cultura de la muerte y de la violencia presente en la mente y en el alma de estos actores de la vida pública de nuestro país.
En efecto, dicho movimiento se hace visible a través del sangriento golpe de Estado del 4 de febrero de 1992. La llamada “Rebelión de los Ángeles” como ingenuamente la calificó Angela Zago en su libro de apología a ese evento, asumió plenamente el discurso de muerte y odio que encarna el marxismo-stalinista.
Al asumir el poder empieza a formularse un discurso de promoción de la violencia, hasta el punto de que el propio Hugo Chávez implantó la consigna de que somos “una revolución pacífica, pero armada”, con la que hacía clara la amenaza de violencia para quienes osemos enfrentar su vocación hegemónica y absolutista del poder.
Como bien lo ha dejado asentado en su último documento la Conferencia Episcopal Venezolana, la prédica del odio y la violencia ha terminado concretándose en esta dura y triste realidad de muerte, sufrimiento y destrucción que deja esta guerra.
El fenómeno está lejos de desaparecer. El mal está inoculado en el seno de nuestra sociedad. Las armas están esparcidas por un país que sufre, además, los devastadores efectos del saqueo, la destrucción de la economía y la pandemia.
Estamos, lamentablemente, sobre un barril de pólvora. El germen de violencia verbal y física que el chavismo ha sembrado nos coloca en una difícil y dolorosa encrucijada. Desmontar esa bomba de la violencia no será tarea fácil para nuestra sociedad.
Lograrlo pasa por la salida de Nicolás Maduro y su camarilla, por la derrota del modelo político que lo ha promovido. Es menester hacer el esfuerzo para lograr la solución política a la crisis de modo que pueda iniciarse el desarme de los espíritus y luego recoger las armas irresponsablemente repartidas.
Construir una sociedad moderna, basada en el derecho, alejada de la arbitrariedad y la injusticia, constituye un desafío de grandes dimensiones para las presentes y futuras generaciones de venezolanos.
Esa es la gran tarea que todos debemos asumir.