En esta primera entrega de reflexiones en torno a los símbolos cruciales de la Pascua, queremos invitarlos a analizar el significado filosófico y teológico de la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén. El domingo de Pascua irrumpe en la historia como la culminación de un drama que se gestó en el corazón de un Israel expectante, marcado por profundas tradiciones y anhelos de liberación. Para comprender plenamente la riqueza simbólica de este día, es crucial adentrarnos en el contexto histórico y religioso en el que Jesús decide entrar a “ese Israel”, un territorio cargado de significado y donde la celebración de la Pascua tenía una resonancia particular.
Recordemos que en el Israel del siglo I, la Pascua (Pesaj) conmemoraba la liberación del pueblo hebreo de la esclavitud de Egipto, un evento fundacional que marcaba el nacimiento de la nación y la alianza con Yahveh. Se trataba de una peregrinación masiva a Jerusalén, donde familias enteras se reunían para celebrar la cena pascual (Séder), recordando las diez plagas, el cruce del Mar Rojo y la institución de la Pascua como memorial perpetuo.
El cordero pascual, sacrificado en el Templo, era el elemento central de esta celebración, simbolizando la liberación, purificación y redención. Tal como señala el Éxodo, “este día os será en memoria, y lo celebraréis como fiesta solemne para Yahveh por todas vuestras generaciones; lo celebraréis como estatuto perpetuo” (Éxodo 12, 14). La atmósfera en Jerusalén durante la Pascua era de intensa expectación mesiánica, alimentada por las promesas de los profetas sobre un futuro libertador.
Pues bien, en este contexto histórico cargado de tradición y esperanza, es cuando Jesús entra en Jerusalén, no como un líder político o militar esperado por algunos, sino como el Mesías sufriente anunciado ya por Isaías: “Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos. Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido” (Isaías 53, 3-4). Es más, la última cena de Jesús con todos sus discípulos se desarrolla precisamente en el marco de esta celebración pascual, donde Él se presenta como el nuevo cordero, cuyo sacrificio liberará a la humanidad del pecado y de la muerte, dando un nuevo significado a la antigua tradición.
Recordemos también la profecía de Zacarías sobre el rey humilde montado en un asno (Zac 9, 9), ofreciendo una imagen contrastante con las expectativas de un líder conquistador y guerrero. La decisión de Jesús de entrar a Jerusalén de esta manera, como señala Karl Rahner, “representa la entrada de Dios en la indigencia del hombre, en su finitud y su mortalidad” (K. Rahner, Fundamentos de la Fe Cristiana, Cap. III). Su humildad desafiaba las nociones del poder terrenal, revelando un reinado de servicio, tal como Él mismo lo expresa: “El Hijo del Hombre no vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos” (Marcos 10,45).
Procedamos ahora a analizar el simbolismo tras las palmas y los ramos de olivo, como signos de aclamación y esperanza. La multitud que recibió a Jesús con palmas, símbolo de victoria y realeza, y ramos de olivo, signo de paz y prosperidad, lo declara como el Mesías: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas! (Mateo 21, 9). En este momento de euforia colectiva se refleja la capacidad humana de reconocer y celebrar lo que percibimos como bueno, noble o esperanzador. Sin embargo, como advierte Dietrich Bonhoeffer, “la multitud que hoy grita “Hosanna” puede mañana gritar: “Crucifícalo”. La superficialidad de la aclamación sin un compromiso profundo con el mensaje de Jesús revela la fragilidad de la adhesión humana” (D. Bonhoeffer, El precio del Discipulado, Cap. 1).
El contraste entre la aclamación realizada el Domingo de Ramos y la lectura de la Pasión remarca la naturaleza paradójica de la fe y de la propia existencia humana. La gloria y el sufrimiento se entrelazan de manera ineludible en este contraste simbólico que no es exclusivamente bíblico, sino más bien alegórico de lo que nos sucede a nosotros en carne propia. Søren Kierkegaard nos recuerda que “la cruz es la paradoja absoluta de la fe, la unión de lo eterno con lo temporal, de Dios con el hombre sufriente” (S. Kierkegaard, Temor y Temblor, Introducción). Este contraste nos confronta con la realidad de que los momentos de triunfo a menudo preceden o coexisten con el dolor y la dificultad.
Y aquí entramos en un tema filosófico muy interesante, a saber, el espejo de la vida humana que representa el paso de la aclamación a la crucifixión. La dinámica del Domingo de Ramos ofrece un poderoso paralelismo con la existencia de todos los mortales. Experimentamos momentos de “entrada triunfal”, ya sean logros personales, reconocimiento social, relaciones florecientes o la sensación de ser amados y valorados. En estos instantes, estamos rodeados de “palmas” (y palmadas) como también de “hosannas”, al sentir la euforia de la aceptación y la promesa de un futuro brillante.
Sin embargo, la vida también nos presenta sus episodios de la Pasión, en tanto que enfrentamos la decepción, la pérdida, la enfermedad, la traición y el fracaso. Aquellos que hasta hace dos días nos vitoreaban, se vuelven indiferentes o incluso hostiles. La fragilidad de la gloria terrenal se revela, y la superficialidad de algunas adhesiones se hace evidente. La facilidad con la que la opinión pública puede cambiar, la rapidez con la que el apoyo se desvanece, es un eco de la multitud que pasó del “Hosanna” al “Crucifíquenlo”.
El precitado paralelismo nos invita a una profunda reflexión sobre la naturaleza de nuestras propias “aclamaciones” y “crucifixiones”, motivo por el cual vale la pena preguntarse: ¿Basamos nuestra identidad y nuestra alegría únicamente en el reconocimiento externo, en los aplausos momentáneos? ¿Cómo reaccionamos cuando la “palma” se marchita y somos confrontados con la “cruz”?
Como sugirió Dorothee Sölle, “sufrir significa permitir que la realidad entre en nosotros” (“Sufrimiento, Cap. III). Pues bien, el Domingo de Ramos nos recuerda que la autenticidad de nuestra vida no se mide en los momentos de triunfo, sino también en nuestra capacidad de afrontar el sufrimiento con dignidad y esperanza, aprendiendo de la entrega de Jesús. La verdadera fe y la madurez humana implica integrar tanto la alegría de la acogida como la realidad del sacrificio, sabiendo que incluso en los momentos más oscuros puede haber una promesa de redención. La memoria de la entrada triunfal y la inminencia de la Pasión nos llaman a una vida de compromiso profundo, más allá de la superficialidad de las aclamaciones pasajeras, arraigada en un amor que persevera, sobre todo ante la adversidad.
Para enriquecer nuestra reflexión sobre el Domingo de Ramos, es valioso incorporar la perspectiva del Papa San Juan Pablo II, cuya profunda comprensión de la fe y de la condición humana nos ha dejado una huella imborrable. Su magisterio nos ofrece una visión iluminadora sobre el significado de este día, habiendo encarnado en su persona el triunfo inicial con la sombra de la cruz.
En sus numerosas homilías y escritos sobre la Semana Santa, Juan Pablo II destacó la naturaleza paradójica del Domingo de Ramos, remarcando cómo la aclamación festiva de la entrada de Jesús en Jerusalén contiene ya la premonición del drama que se avecina: para él, este día no es simplemente un recuerdo histórico, sino una invitación a contemplar la totalidad del misterio pascual.
En una de sus homilías, durante el Domingo de Ramos, Juan Pablo señaló que “la liturgia de hoy nos introduce en el corazón del misterio pascual. Nos presenta, por un lado, la entrada mesiánica de Cristo en Jerusalén, saludado por una multitud como el Hijo de David; y, por otro lado, nos hace escuchar la proclamación de su pasión según el Evangelio de Marcos. En esta doble perspectiva, se revela el sentido profundo de la Semana Santa: es la semana en la que se cumple el designio salvífico de Dios mediante la muerte y resurrección de su Hijo” (Juan Pablo II, Homilía del Domingo de Ramos, 8 de abril de 2001).
La precitada cita subraya la unidad intrínseca entre el triunfo y el sufrimiento en el misterio de la Pascua. Para Juan Pablo II, el “Hosanna” de la multitud no es un momento aislado de la gloria terrenal, sino el reconocimiento, aunque quizás inconsciente para muchos, del Mesías que viene a entregar su vida por la salvación de la humanidad. La lectura de la Pasión inmediatamente después nos recuerda que este reinado mesiánico se consumará en la cruz.
Además, es preciso recordar que Juan Pablo II enfatizó siempre la centralidad que tiene la figura de Cristo como Rey humilde y servidor. Al comentar la elección del asno como montura, retomando la profecía de Zacarías, el Papa polaco señaló que “Jesús entra en la Ciudad Santa como el Mesías humilde y pacífico, que no viene a imponer su poder con la fuerza de las armas, sino con la fuerza del amor y el don de sí mismo. Su realeza es una realeza de servicio, que culminará en el sacrificio de la cruz” (Juan Pablo II, Mensaje para la XV Jornada Mundial de la Juventud, 2000).
Esta última reflexión se conecta directamente con el paralelismo que establecimos anteriormente con la vida humana. Los momentos de “aclamación” en nuestra existencia, al experimentar éxito o reconocimiento, deben ser vividos con la humildad de saber que toda la gloria terrenal es pasajera y que el verdadero sentido de la vida se encuentra en el servicio y el amor desinteresado, a ejemplo de Cristo.
Finalmente, Juan Pablo II nos convoca a participar activamente en el misterio del Domingo de Ramos, no sólo como espectadores, sino como seguidores de Cristo en su camino hacia la cruz y la resurrección. En una de sus catequesis sobre la liturgia afirmó que “al agitar las palmas, expresamos nuestra participación en el triunfo mesiánico de Cristo. Pero sabemos que este triunfo pasa a través del sufrimiento y la cruz. Por eso, la liturgia de este día nos invita a seguir a Cristo en su camino, con la disponibilidad de compartir también su pasión, para participar después en su gloria” (Juan Pablo II, Audiencia General, 1 de abril de 1992).
En este sentido, la celebración del Domingo de Ramos nos interpela directamente sobre nuestra propia relación con el éxito y la fama. Los momentos en los que somos “aclamados”, ya sea en el ámbito personal, profesional o social, conllevan el riesgo de la vanidad u la autosuficiencia. La facilidad con la que esa fama puede subir a la cabeza nos ciega ante la fragilidad de la condición humana y la inminencia de las dificultades.
En conclusión, queridos lectores, la celebración de este Domingo de Ramos nos ofrece una valiosa lección sobre la humildad en medio de los aplausos. Al contemplar la entrada triunfal de Jesús, no debemos olvidar que este preludio de gloria terrenal conduce inevitablemente al sacrificio redentor. Esta memoria nos interpela a vivir nuestros propios momentos de exuberancia con una conciencia constante de nuestra fragilidad y una profunda gratitud, evitando que el reconocimiento nos desvíe del camino del servicio y el amor humilde, a ejemplo de aquel Rey que entró en Jerusalén montado en un humilde burro, ofreciéndonos una realeza de entrega y no de ostentación. Que el sentido expresado de este día nos inspire a mantener los pies en la tierra, incluso cuando las “palmas” no sean ofrecidas, recordando que la verdadera grandeza se encuentra en la humildad del corazón y en la revolución del amor que esta festividad representa.