(16 de octubre del 2020. El Venezolano).- Mi hija menor vive en Miami, como centenas de miles de venezolanos que huyeron de Venezuela a partir de 2013, cuando Nicolás Maduro, el heredero, fue electo presidente en unos comicios que nadie sabe si en efecto ganó. En días recientes, la directora del colegio donde estudia mi nieto de ocho años convocó a una reunión de padres y representantes para tratar el tema de la covid-19 y las medidas de seguridad que el colegio adoptaría. Resulta que la señora es trumpista militante. Desestima la gravedad del coronavirus y, desde luego, desdeña el uso del tapaboca. La profesora se refería a la enfermedad con cierta sorna y desdén. Su actitud provocó la reacción de numerosos padres que sintieron que sus hijos estaban acudiendo a un lugar inseguro conducido por una irresponsable. El debate fue subiendo de tono, hasta transformarse en una pelea entre republicanos y demócratas. Lamentable.
Este episodio fue uno más de la interminable cadena de eventos similares que se repiten en Estados Unidos en el seno de las familias, en grupos de amigos cercanos y en numerosos círculos sociales. Donald Trump ha sido un factor de división y polarización como pocas veces se había visto en la historia norteamericana reciente. Solo durante los momentos más álgidos de la Guerra de Vietnam se registraron acontecimientos en los que la confrontación entre posturas antagónicas era común. El mandatario ha reavivado esa llama que se consideraba en proceso de extinción.
Trump representa un serio peligro para la paz mundial, para la democracia global y para los norteamericanos. Nunca debió haber sido presidente de la nación más importante y poderosa de la Tierra. Asume la política como un espectáculo en el cual lo único relevante es el show donde él ocupa el centro. Prefiere el comentario hiriente y burlón, la descalificación ominosa del oponente. Carece de escrúpulos. Levanta calumnias o miente sin que se le mueva un músculo de la cara.
Cree que manejar la Casa Blanca, uno de los principales centros de poder del planeta, es similar a administrar los hoteles de la cadena Trump. No posee el tacto ni la habilidad del político sagaz, capaz de colarse por las rendijas abiertas en medio de situaciones complejas. Los modestos éxitos alcanzados en el Medio Oriente y el apoyo brindado a la oposición venezolana, que se agradecen, no logran ocultar sus numerosos y graves excesos domésticos, ni los errores de su relación con China. El haberse erigido en el líder del supremacismo blanco, después de 55 años de Martin Luther King haber conquistado logros tan significativos en el área de los derechos civiles, es un crimen. Alinearse con policías blancos que asesinan a gente de color desarmada o que maltratan a mujeres negras, es una bofetada contra la cultura occidental y contra los valores que convirtieron a Estados Unidos en un ejemplo de superación y tolerancia progresiva. Trump se ha encargado de reducir el impacto mundial que tuvo la elección de Barack Obama, en un país donde hace apenas seis décadas los negros no podían aspirar a ciertos trabajos, ni acudir a determinadas escuelas, entrar en algunos restaurantes o montarse en varios tipos de autobuses. Esa sociedad que en poco tiempo se dio el lujo de tener un presidente negro y una aspirante presidencial mujer, ha involucionado con Donald Trump.
Trump es un empresario prestado a la política que actúa violando incluso los códigos éticos de los empresarios modernos, como dejar de pagar impuestos. La nueva moral obliga a respetar la dignidad del competidor. Un capitán de industria no puede valerse del insulto o de la extorsión para aplastar a su rival en el mercado. Tal conducta va contra las reglas de la convivencia. Trump manifiesta ese comportamiento insensato cuando amenaza con desconocer los resultados electorales, si le son desfavorables, y cuando cuestiona el voto por correo, una tradición sacrosanta en Estados Unidos.
Creer que a Venezuela le conviene un eventual, y ahora cada vez más remoto, triunfo de Donald Trump es un error craso. Algunos compatriotas fantasean con la tesis de que si él pierde, Nicolás Maduro se atornillará aún más al poder. Con esa fábula el candidato republicano ha manipulado. Maduro saldrá del poder por una intervención militar cuando se convierta en un peligro serio para la seguridad estadounidense. Mientras eso no ocurra, el autócrata vernáculo podrá dormir tranquilo. La política exterior de Estados Unidos hacia Venezuela será muy parecida con Biden o con Trump. La presión diplomática continuará. Las sanciones se mantendrán. Maduro intentará seguir sobreviviendo en medio de la turbulencia. Su salida depende de un conjunto de factores internos e internacionales que todavía no han terminado de alinearse.
El actual presidente norteamericano es la representación viva de la degradación de la política, padecida por Venezuela durante dos décadas: autoritarismo, personalismo, ventajismo institucional, desprecio por el adversario, ataque persistente a los medios de comunicación, sectarismo, desarticulación institucional, conflictos entre el poder central y los gobernadores opositores, confrontación con sectores de la sociedad civil.
Ese personaje nunca debió haber sido presidente. Espero que Biden pueda atajarlo. Los norteamericanos decentes merecen a un líder distinto. América Latina y Venezuela también necesitan a otro jefe de la Casa Blanca.
@trinomarquezc