La política, como ciencia y arte de la conducción pacífica de la sociedad, ha desaparecido en nuestra Venezuela. Es el resultado de veintiséis años de hegemonía y control del Estado y de la sociedad por parte del Socialismo del Siglo XXI. Aquella alianza de sectores diversos de la izquierda radical, de la izquierda democrática y de las reservas del militarismo decimonónico ha terminado convertida en una banda criminal que se apoderó del Estado venezolano para sostener una corporación internacional dedicada al saqueo de nuestros recursos naturales, a la producción y comercialización de drogas y al uso del poder para su concupiscencia.
Eso explica la deriva autoritaria. Solo destruyendo el Estado de derecho y estableciendo una cruel dictadura se podía sostener un régimen super corrupto como el que padecemos los venezolanos. Al llegar a un nivel de degradación de esta naturaleza es imposible pensar en una solución dentro del campo de la democracia, que supone la negociación y el entendimiento entre factores disímiles. Lamentablemente, cuando eso ocurre se abre el terreno a la violencia, porque quienes ejercen el poder la representan y la aplican, haciéndolo en nombre de la política. Es decir: manifiestan hacer política, hablan como políticos, pero en la realidad su comportamiento no es político; es delictivo, es violento, vale decir, es terrorista.
Por eso, el planteamiento formulado en estos días —luego de la decisión de Estados Unidos de declarar al gobierno de Maduro como un “cártel terrorista”— por sectores y actores políticos que abogan por una “solución política”, es decir, una solución acordada en una mesa de diálogo, resulta o una ingenuidad, o, lo más probable, una complicidad con los agentes del crimen.
Los hechos son suficientemente elocuentes para descartar la viabilidad de una solución pacífica a la situación planteada tras el largo prontuario de los usurpadores, salvo que se produzca su rendición y retiro del poder. La sociedad democrática venezolana ha intentado todas las vías y opciones posibles para lograr una convivencia civilizada con quienes se instalaron en el poder desde 1999.
Un poder legislativo desconocido: la Asamblea Nacional de 2015; una asamblea constituyente fraudulenta en todos los órdenes: la de 2017; y una elección presidencial robada: la del 28 de julio de 2024, constituyen un récord en materia de desconocimiento absoluto de la soberanía popular. La ruina de nuestra nación, centenares de muertos por razones políticas, miles de presos por idénticas razones, decenas de miles de exiliados, entre otros elementos, revelan la perversidad de la camarilla usurpadora.
Por lo menos doce mesas de diálogo o gestiones de buenos oficios se han desarrollado para recomponer la vida democrática. Los hechos evidencian que la camarilla roja acude a este instrumento cuando se ve en dificultades, con el objetivo de ganar tiempo, desarticular y desmoralizar a sus oponentes y avanzar en su plan de control absoluto de la sociedad.
En estos días circulan nuevamente documentos y propuestas para justificar la urgencia de esa negociación, la conveniencia de una nueva mesa de diálogo. Algunos tienen, además, el cinismo de poner por delante el nombre de Edmundo González y de María Corina Machado, no porque piensen que ello sea viable, sino para tratar de escudarse detrás de sus nombres en el verdadero objetivo que los mueve: darle más tiempo a Maduro en Miraflores.
Otros han asomado, luego del despliegue naval de Estados Unidos en el Caribe, la posibilidad de efectuar una nueva elección presidencial. Olvidan la del 28 de julio de 2024, pero, sobre todo, se hacen los inocentes al pasar por alto un hecho público y notorio: la propuesta formulada el 14 de marzo de este año 2025 por el secretario de Estado de Estados Unidos, Marco Rubio, quien planteó precisamente resolver la crisis con una nueva elección bajo la organización y observación de la comunidad internacional.
Entonces Rubio expresó en una entrevista en el canal norteamericano Fox News: “Creo que el futuro de Venezuela le corresponde al pueblo venezolano, y la solución es una elección legítima, democrática y observada, lo que no ha ocurrido. Maduro jamás puede ganar una elección legítima en Venezuela, y él lo sabe. Por eso se robaron las últimas elecciones.”
Esa propuesta fue rechazada por Maduro y su camarilla. Por eso resulta patético que, en este momento, cuando enfrentan una amenaza real, salgan estos iluminados a sentar cátedra cuando hace apenas unos meses callaron.
Los ciudadanos hicimos nuestro trabajo, cumplimos con nuestro deber. Nos organizamos, superando un plan de hostigamiento violento y de arbitrariedades, y derrotamos a la dictadura. El robo de la elección presidencial solo se explica por el interés en mantener los negocios sucios al amparo del poder, y por el temor de la cúpula roja a enfrentar la justicia por los crímenes cometidos.
La semana pasada vi y escuché a una dama de este sector de la política expresar, en un programa de televisión afín a la dictadura, la siguiente afirmación: “El tema de los cárteles de la droga es un pretexto para unas operaciones militares…” Subestiman o ignoran la gravedad del narcotráfico en nuestro país. Se aprecia una evasiva a examinar esta variable. El chavomadurismo se involucró en el negocio del narcotráfico desde su inicio en el poder. Sus nexos con la guerrilla de Colombia no se limitan al discurso ideológico: van más allá, tienen en el negocio de la droga su más sólido sostén. El fenómeno tomó todo el país y siempre ha contado con el respaldo de las instancias del poder político establecido.
En estos días, con ocasión del hundimiento de una lancha venezolana en el Caribe, recordé una visita mía a la península de Paria, en el extremo oriental de nuestro país. En ese recorrido, realizado en agosto de 2013, hablé con líderes sociales, políticos, económicos y religiosos de esa región. Tengo aún presente un diálogo sostenido con un importante sacerdote católico de esas comunidades. El religioso me confesó la presencia alarmante del narcotráfico en toda la costa de la península. Expresaba su preocupación por la forma como los pescadores estaban siendo captados y comprometidos en el tráfico de drogas, razón por la cual la actividad pesquera había reducido su rendimiento.
Más recientemente, el año pasado, con ocasión de la proximidad de la elección presidencial, conversé en una pescadería de Caracas con el propietario del establecimiento y con un joven conductor de una unidad de transporte de pescado que traía desde Güiria, Yaguaraparo y Carúpano productos del mar hasta los comercios de la capital. El diálogo se estableció a propósito de mi invitación a votar por Edmundo González Urrutia en la elección que se celebraría en los próximos días. El joven nos expresó —al comerciante y a mí— su deseo de votar por Edmundo y su aspiración a que se produjera un cambio. Pero nos confesó claramente que no lo iba a poder hacer porque “los dueños del pueblo” los estaban obligando a votar por Maduro.
Cuando le preguntamos por esos “dueños del pueblo” nos explicó que eran los responsables de comercializar la droga. Nos contó la doble fachada de algunos de ellos: en apariencia pescadores, en realidad transportistas de droga. La gravedad se hacía más patética porque todo se imponía con dinero o a sangre y fuego. Esos personajes, comentaba el joven, tenían total conexión con los funcionarios militares y policiales de la zona y con los jefes políticos del PSUV. Ciertamente allí se había consolidado lo que Maduro, Diosdado y Padrino han llamado “la perfecta fusión cívico-militar-policial”. Están todos fusionados.
De modo que los cuestionadores de esta operación de Estados Unidos en el Caribe, y los proponentes de un nuevo diálogo o una nueva elección, no han entendido la magnitud del problema, o disimulan, o simplemente son agentes de ese mismo ecosistema criminal.
No es lo mismo combatir a unos cárteles de la droga “normales” que combatir a un Estado devenido en cártel. Por eso se cierran las soluciones políticas y por eso es menester apelar a la fuerza para desalojarlos del poder usurpado y limpiar a la sociedad de esos personajes que, presumiendo de políticos, son simples agentes de una banda criminal que hace estragos en estos tiempos.
A esta situación hemos arribado producto de la naturaleza criminal de la usurpación. Su desplazamiento del poder y su eliminación como camarilla traerán, sin lugar a dudas, daños colaterales. Jamás hemos querido ver a nuestra Venezuela sumida en una situación de violencia. Ella existe porque la instauró el socialismo chavista. Esa violencia, esa perversión y destrucción constituyen hoy el gran mal de nuestra patria.
El mal menor será su expulsión del poder. No asumirlo significaría continuar con el mal mayor, cuyos efectos corrosivos son tan elevados y catastróficos que terminarían por liquidar la República.Ha llegado, entonces, la hora de impulsar el mal menor para evitar males mayores.
Caracas, 15 de septiembre de 2025