(07 de noviembre del 2022. El Venezolano).- A Hesnor Rivera lo veía caminar con su elegante traje de estilo inglés, luciendo una impecable corbata de seda, perfectamente combinada con el pañuelo calado en su bolsillo izquierdo. Se desplazaba por el pasillo de salida de la Escuela de Letras de la Universidad del Zulia, llevaba un maletín de cuero y fumaba absorto.
Por León Magno Montiel
Él salía de su cátedra de Letras Hispánicas, mientras saludaba gestualmente, en silencio, con paso de caballero reposado.
Lo miraba avanzar por las áreas de la universidad centenaria, mientras hacía tiempo para entrar a mis clases. Transcurría la década de los 80.
Un día lo abordé y me atendió muy cordial, desde entonces lo interpelé muchas veces. Yo me ufanaba de ser su amigo, aunque nunca alcancé ese privilegio.
Así conocí al poeta Hesnor Rivera, caballero de trato afable. Por esos años, su prestigio como lírico comenzaba a conquistar buena parte del continente americano.
Muchos años después, me instalé para recordarlo en una de las bancas frente al anfiteatro, recinto al que nombraron en su honor “Auditorio Hesnor Rivera”. En esa sala presencié a mediados de los años 80, una conferencia del mexicano Carlos Fuentes, que introdujo el profesor Cósimo Mandrillo. Antes, estuve en un emotivo concierto de Alí Primera, donde cantó acompañado con su cuatro. El trovador falconiano vestía una camisa bermeja y portaba un Cristo de plata, que brillaba con fuerza en su pecho.
Desde esos escaños donde veía pasar al poeta Rivera con su andar parsimonioso, rememoré su maestría al conducir el programa radial “La palabra y su sombra”, que transmitía los días lunes por la noche la emisora La Voz de la Fe 580AM. En ese espacio radiofónico recitaba versos propios y ajenos, con su tono de barítono profundo, llenaba la noche marabina.
Era un declamador impecable, con timbre privilegiado y registros bajos, muy atinando en el ritmo que le imponía a los poemas:
“Un lago en cuya superficie roja bailan las cabezas reblandecidas
de las naranjas abandonadas por los navegantes borrachos”.
Hesnor Albert Rivera tenía un talento inusitado para declamar versos, era casi un encuentro musical oírlo, a diferencia de poetas como Pablo Neruda con su voz nasal y gangosa. Un caso parecido, el de Octavio Paz, con su voz modesta, tímida y su pose de genio malhumorado.
En cambio, el poeta Hesnor orquestaba los poemas al leerlos, era sólo comparable con la puesta en escena de un actor solvente.
Era un rapsoda con prestancia para los auditorios, como lo fue Jaime Sabines o Juan Gelman, quienes tenían atributos de oradores griegos, solícitos al articular sus parlamentos, sus bellos cantos.
Nuestro poeta viandante, Hesnor Albert Rivera Morillo, nació el 12 de julio de 1928, en Maracaibo, caserío Los Haticos, sector El Poniente, cuyas casas a orillas del lago, desde los cerros más altos, parecían una larga soga enhebrada entre hatos, con techos de teja o palma. Maracaibo era una ciudad con una población de alrededor de 100 mil habitantes, que comenzaba a aparecer en los periódicos y en la cartografía mundial como la tierra del petróleo abundante.
Desde muy joven, Hesnor se mostró prendado de su ciudad-puerto, de la metrópoli lacustre a la que amó, poetizó e hizo suya.
En su juventud la evocó como un embarcadero de mercaderías sencillas: reino de la yuca, lino y organdí, aceite de coco, zapotes. Recreó las naves de Alonso de Ojeda surcando las aguas mansas del lago:
“Pequeño y ágil capitán piel de mapa,
empeñado en fundar la aldea frente al lago
que él llamó San Bartolomé”.
Escribió poemas con la tonalidad de un cronista de indias:
“La ciudad no existía,
no tenía como ahora la plazuela,
y su faro, su catedral anclada entre los barcos,
sus barcos en la red de las torres,
y sus torres en el alma del bosque”.
Hurgó en nuestras raíces mestizas más profundas:
“Mis antepasados los marinos,
cambiaron sus barcos por cabalgaduras.
Para entrar al reino de la tierra,
mis antepasados se nutrían de la gracia
que hace florecer en la arena,
la llama vegetal de los peces”.
Esta ciudad le raptó el alma al bardo, lo enamoró su recuerdo de antiguo muelle de ultramar, sus dársenas repletas de marinos en tránsito y mujeres arteras.
Maracaibo fue un faro marino para guiar sus sueños:
“Nacer en Maracaibo significa,
que uno anda casi siempre,
no se sabe de qué sitio, muy lejos.
Y a diario el eco de las nostalgias,
se vuelca sobre sus propias huellas”.
El período creativo más maduro de Hesnor, lo inspiró el boom petrolero del decenio 1920 y sus consecuencias en la vida ciudadana.
Eso logró moldear una vida y cultura venezolana. Él lo visualizaba como, “una ciudad con lluvia negra”, asediada por signos de degradación:
“Un chorro de petróleo vale más que una mano,
más que un hijo con su vida al hombro.
Más que un lago con las bellas formas
de las hojas de la centella mojada”.
Miguel Ángel Campos en su libro “La ciudad velada” describe a Hesnor como un “flaneur”, es decir, un paseante, viajero de mundos:
“Maracaibo debió ser para Hesnor Rivera apenas el símbolo de un encierro: nombrada como puerto antes que signada”. (Campos, 2001).
Ciertamente el poeta Rivera recorrió buena parte del mundo, muy joven salió rumbo a Chile, allí conoció al grupo Mandrágora, de poetas ligados al creacionismo, tuvo amoríos, cantó boleros con adoración delirante, vivió a plenitud.
Regresó a Maracaibo y participó en la fundación del grupo Apocalipsis en 1955, en esencia surrealista, donde comenzó a desarrollar su obra. Sus compañeros de grupo eran César David Rincón, Miyó Vestrini, Atilio Storey Richardson, Néstor Leal y Laurencio Sánchez: la pléyade del bar Piel Roja. Allí armaban sus tertulias y construían una ciudad espectral, retaban a la vida, hasta que la muerte los arrasó uno a uno.
El último en enfrentarla fue Hesnor.
Rivera viajó a Colombia y allí se nutrió de la amistad con el poeta Juan Sánchez Peláez, uno de sus amigos predilectos. Sánchez, nacido en Altagracia de Orituco en 1922, fungía como diplomático venezolano en la nación neogranadina. Ellos habían coincidido en Chile y estaban aún influenciados por la magia del Mandrágora:
“Parece que fue ayer, dicen siempre y se agitan melancólicos.
Buscan, dentro del orden visible, el pretérito.
Cruzan el desierto con ese enfado maligno de ir o permanecer.
Llevan sol a la otra orilla en un cántaro de agua”.
(Sánchez Peláez, 1966).
Hesnor visitó al lírico y diplomático Sánchez Peláez, en su residencia oficial, ubicada en la Bogotá aristocrática. En esa casona, entre tragos de escocés, escribió su poema más divulgado, “Silvia”, una noche de enero del año 1958:
“Las mujeres que me amaron de seguro han muerto,
ellas pertenecían a una raza distinta”.
Según el investigador y antólogo Rafael Arráiz Lucca: “Pocas veces un poema ha calado tanto en el ánimo de los lectores como lo ha hecho Silvia. Incluso hay quienes lo recuerdan de memoria. Su musicalidad y su dramatismo lo hacen memorable” (“El Libro del Amor”, 1997).
En la década de los sesenta, Hesnor publicó tres libros:
“Red de éxodos” (1963). “Puerto de Escalada” (1965). “Superficie de Enigma” (1968).
Antes, había viajado a Europa, se estableció en Alemania y luego en Francia. Allí conoció los movimientos vanguardistas de la literatura, visitó al líder surrealista André Breton con sus cadáveres exquisitos.
Hesnor se dejó embeber por los movimientos artísticos de vanguardia en París, capital de ensueño, urbe a la que siempre soñó regresar y permanecer.
En los setenta publicó cuatro libros: “No siempre el tiempo siempre” (1975), “Las ciudades nativas” (1976), “Persistencia del desvelo” (Monte Ávila Editores, 1976) y “El visitante solo” (1978).
En la década de los ochenta publicó dos obras: “La muerte en casa” (1980) y “El acoso de las cosas” (1982). En los noventa publicó sus tres últimos libros: “Los encuentros en la tormenta del huésped” (1998), “Secreto a voces” (1992), y “Endechas del invisible” (1995); marcado por un tono luctuoso. En total, nos dejó una obra de doce libros publicados a lo largo de cuatro décadas.
Cuando regresó a Venezuela de su gira europea, Hesnor se integró a la dirección del Diario Panorama, desarrolló allí una gestión gerencial severa, escribió reportajes y crónicas, imponía respeto intelectual. Permaneció por tres décadas, gozando de la admiración de todos los periodistas de ese periódico icónico, fundado en 1914.
En Maracaibo, el poeta ancló para siempre y comenzó una fecunda relación con la Universidad del Zulia. Desde 1977 fue profesor titular de la Escuela de Letras.
A principio de la década de los ochenta, esa escuela vivía en constante tensión; un grupo de catedráticos acordaron desaprobar el Doctorado Honoris Causa a Jorge Luis Borges, que se encontraba de visita en Venezuela. Alegaron, que el genio argentino fue indulgente con las satrapías militares del sur. Hesnor se manifestó contrario a esa decisión y declaró:
“desconocieron su obra literaria prodigiosa”.
Entonces, los intelectuales progresistas de LUZ, estaban enfrentados a un grupo de escritores que consideraban aristócratas y conservadores. En ese grupo epicúreo y bohemio, ubicaban al poeta Rivera.
Hesnor Albert Rivera Moreno, el poeta, periodista, catedrático; logró una obra literaria grandiosa, que ahora es reconocida allende nuestra nación.
Quizá ha faltado el impulso publicitario que las editoriales han brindado a otros poetas más traducidos.
Es hora de ver sus obras completas publicadas. Porque, sin duda; Hesnor representa la voz lírica más elevada del Zulia.
Nuestro poeta viandante, falleció el 17 de octubre de 2000, víctima de un cáncer de páncreas. La terrible enfermedad con forma de cangrejo o lagartija, como él lo anunciaba a sus amigos al mostrarles sus radiografías; acabó en poco tiempo con el dandi que se burlaba de la muerte.
Recuerdo cómo la ciudad quedó hondamente conmovida al ver la fotografía que publicó el Diario Panorama, donde se mostraba famélico, con una boina que tapaba los estragos de las quimioterapias. Ya, el Hesnor vital, se había ido.
Lo sepultamos a los 72 años de edad, cuando preparaba su decimotercer poemario, “La gramática del alucinado”, obra que quedó inconclusa.
Casi como un epitafio, recordamos sus versos:
“Los peces se aprendían de memoria el canto de los pájaros,
para alabar la transparencia de los amores del agua”.
La última vez que vi al poeta Rivera en persona, estaba conversando en una mesa del restaurant El Patio, en el Hotel del Lago, con su abogado Machado, su amigo entrañable desde los tiempos de su matrimonio con la profesora Martha Colomina, con quien convivió por 21 años y procreó dos hijas: Celalba y Martita, periodista y diplomática, respectivamente.
Esa tarde representó mi despedida del poeta, lo saludé con admiración y reverencia, estaba trajeado de lino claro, transcurrían los días finales de 1999, un año antes de su misteriosa partida, de su final solitario, rodeado de sus gatos, envuelto en reminiscencia de cigarros y amoríos lejanos.
Como un homenaje permanente a nuestro poeta viandante, la Biblioteca Pública Bolivariana del Zulia, brinda su principal salón para conferencias con su nombre: Hesnor Rivera. Es un espacio hermoso diseñado por el arquitecto Ernesto Nones, un solemne templo para la cultura, ubicado en el corazón del conurbano marabino, en la avenida El Milagro.
Sin la poesía de Hesnor Rivera, su palabra y su sombra, nos hubiese costado mucho erigir el amor por esta ciudad. De eso, el lago y sus viejos capitanes, son testigos.
León Magno Montiel
@leonmagnom leonmagno@gmail.com