(28 de agosto del 2021. El Venezolano).- Conocí a Luis Hómez en el Estadio Luis Aparicio cuando comenzaba en mi rol de anunciador interno y presentador de las ceremonias en su glorioso terreno de juego. Era el año 1986, para entonces yo tenía dos años haciendo el programa Sabor Gaitero en Radio Calendario, en su sede solariega de la avenida 25 frente a La Epifanía. Para la época, Luis era un hombre de 39 años de edad, ya había terminado sus estudios en Boston, Canadá y París. Ese hombre que vi ascender muchas veces por las sillas numeradas del Luis Aparicio El Grande, tenía semblante árabe (herencia de Enrique, su padre de raigambre libanesa), con lentes típicos de un intelectual moderno, reconocido como políglota, que se debatía entre la doctrina política, la praxis valiente y dos pasiones muy zulianas: La gaita y el beisbol.
Desde la cabina de anuncios y pizarra electrónica del estadio, yo tenía una excelente vista cenital de las gradas numeras, sus accesos, sus pasillos colmado de fanáticos y vendedores en tránsito. Al divisar a Luis, preparaba su bienvenida, generalmente antes de anunciar al bateador en turno, puesto que en ese momento se hace un silencio en la marea de fanáticos. Una vez pronunciado su nombre, el aplauso era espontáneo, intenso, generoso. Luego se sentaba a comentar cada jugada, los movimientos del mánager de turno con los aguiluchos que lo rodeaban alegres y degustando cervezas.
Llegar a Luis era algo fácil, él siempre tenía una sonrisa carismática, un talante gentil, a pesar de ser un hombre de densa cultura, podía entender y conectarse con la gente más sencilla, más elemental, y disfrutar ese contacto íntimo. Esa cualidad la demostró en el año 1989, cuando el equipo Rancheros de Texas subió a grandes ligas a Wilson Álvarez y tuvo una desastrosa presentación en la lomita, a tal punto, que no pudo sacar ningún out. Al llegar a Maracaibo para la temporada de pelota invernal, Luis le entregó una placa reconociéndole su logro alcanzado, aunque fugaz, y le dijo: “…No te desanimes…sigue adelante”….
El periplo de formación académica del Doctor Hómez comenzó en el Ccolegio San Vicente de Paúl, luego llegó a Massachusetts en el año 1965 donde hace el grado en Ciencias Políticas. Estudió francés y piano en Canadá acentuando su amor por la gran música, teniendo como creadores predilectos a Beethoven, Chopin y Rachmanninoff.
En el año 1970 llega a París para hacer sus estudios de postgrado en la Universidad La Sorbona, está en la capital del arte inmigrante, metrópoli donde ningún artista era extranjero, el caso de Hómez: pianista y escritor, quien estaba terminando con su brillante tesis sobre “El populismo en América Latina” con máximos honores.
Al regresar a Venezuela se inscribió en el naciente partido Movimiento al Socialismo, escisión del Partido Comunista de Venezuela. Consolida una gran amistad con Teodoro Petkoff, que había conocido en la París post-Mayo del 68, exactamente en 1971, tenía Luis 24 años en ese momento. Con Teodoro mantuvo una firme amistad hasta su muerte. En entrevista del año 1990, Petkoff dijo al Diario de Caracas: “… Luis, el más significativo jefe político zuliano de los tiempos modernos, sólo puede ser comprendido cuando se conoce el sustrato humano que le servía de soporte….”
La gaita habitaba en el alma de este líder prodigioso con una gran autenticidad. En varias ocasiones vimos a Luis en los espacios de gaitas de Ramón Soto y Betty Alvarado tocando el piano en gaitas clásicas, o conversando sobre el hecho gaitero con propiedad y corrección. Para designara el conjunto de valores, cultores y obras que conformaban el género gaita, acotaba el término “Zulianía”.
En una ocasión, realizaba mi programa en Radio Calendario y leí un fragmento de su libro “Cómplices y Testigos” (1986) luego de colocar algunas gaitas, Luis se apareció en la cabina, para saludarme y firmarme el libro, ante el asombro y la alegría que produjo su llegada, Javier Bertel y yo lo entrevistamos. Una de las frases suyas que aún retumban en el espacio maracaibero es “La Gaita es la expresión fundamental del alma zuliana”.
Despedimos a Luis un 29 de agosto del año 1990, fueron infructuosos los viajes a Estados Unidos buscando su sanación, no lograron el milagro las terapias del botánico indio Kashara Bath. Luis muere dejando huérfanos a Jorge Luis, a Juan Carlos, y a todo un pueblo que le amaba. Recuerdo la sorpresa y el dolor que me causó ver su cuerpo en un pequeño ataúd, parecía un niño anciano, con su cabello ralo, sus anteojos, y su cadáver estragado por el cáncer múltiple. A un lado Lucrecia su mujer guatemalteca, su compañera de siempre llorándolo y la voz del sacerdote Gustavo Ocando Yamarte pidiendo el “Requiem eterna para su alma” que llenaba la capilla de la iglesia del Hogar-clínica San Rafael.
Así despedimos al gran líder, al intelectual, al escritor, al pianista, al aguilucho raigal, al amigo inolvidable, al zuliano imprescindible, en medio de una multitud de seguidores, de gaiteros, de compañeros del estadio y de luchas políticas.
Ahora estoy parado en la placita de Valles Fríos que lleva su nombre, frente a su busto, la misma plaza que años antes le anunciara la vecina María Reyes, en chanza y como cuna premonición, “que se la construiría al llegar su muerte”.
Creo ver venir su camioneta Caribe 442 dorada, buscando llegar temprano a esta cita con su memoria.
León Magno Montiel
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