(14 de noviembre del 2020. El Venezolano),. Los venezolanos asistimos al espectáculo de las elecciones de Estados Unidos como fanáticos sin voz ni voto que creemos estarnos jugando, en carne propia, la posibilidad del cielo o la continuidad de un infierno. La tensa expectativa, exacerbada por tener un rol pasivo en un evento trascendental, se ha hecho más desconcertante a medida que el final se torna tan inimaginable como peligroso. Cuando ha llegado el momento de asumir la victoria del presidente electo Joe Biden, el presidente Donald Trump sigue aferrado al poder y no parece dispuesto a aceptar la derrota.
Carl Gustav Jung, fundador de la psicología analítica, ofreció doce arquetipos para entender el amplio espectro de la naturaleza humana. Los modelos del rebelde y del héroe ayudan a entender la actitud de Trump.
El rebelde puede tornarse autodestructivo. Su filosofía es que las reglas se hicieron para romperse. Es un fanático radical y a veces delirante, capaz de destruir todo aquello que no le conviene o no comprende, para protegerse de posibles amenazas. Su mayor talento es la extravagancia y un lenguaje sin barreras.
El héroe tiene una vitalidad y una resistencia descomunal y se empeña en luchar por el poder mismo. Prefiere cualquier cosa antes que perder, algo que asocia con morir, y simplemente se niega a rendirse.
El caso es que este heroico rebelde, que tanto obsesiona a los venezolanos convencidos de que era el único capaz de manejar los hilos de nuestro destino, prefiere convertir su derrota en una tragedia de consecuencias apocalípticas antes de asumir una derrota electoral.
John F. Kennedy una vez dijo: “La victoria tiene un centenar de padres, pero la derrota es huérfana”. Esto no siempre es cierto. Las derrotas no reconocidas tienen padres famosos por las terribles consecuencias de su irresponsabilidad.
Cicerón, el pensador romano, propone que “la victoria es por naturaleza insolente y arrogante”. Suele ser así, pero también la derrota puede exhibir desbordantes dosis de arrogancia, como la amenazante vehemencia con que Trump culpa al sistema electoral de su país.
Trump exhibe su derrota como una pasajera fantasía basada en trampas y triqueñuelas. No logra abandonar el escenario en el que ha sido el centro del espectáculo, actuando muchas veces como si fuera el único candidato. Están los que votaron contra él y los que votaron a su favor. Fue una masiva jornada donde predominaron bajos sentimientos, desde “voto por Biden porque desprecio a Trump” hasta “voto por Trump porque temo a Biden”. Aparte de temores y repulsiones, si de enamoramientos se trata, Trump ha sido capaz de conquistar más corazones, aunque Biden haya obtenido 5 millones más de votos.
Montesquieu advertía que un pueblo defiende sus costumbres antes que sus leyes. En buena parte la democracia se basa en una cultura asumida como propia. Hasta el momento, no se han violado las leyes, solo las costumbres, como la de que el perdedor reconozca los evidentes resultados abogando por la unión y la concordia. Parece simple, pero a la humanidad le ha tomado mucho tiempo aceptar la idea de concederle el poder a un contrincante por el simple hecho de haber ganado una elección.
Como bien sabemos los venezolanos, aún persiste un trasfondo de fragilidad en esta civilizada tradición. Quienes han puesto sus esperanzas en que Trump haga posible el retorno de la democracia a Venezuela, deben estar desconcertados con su actitud, y los esfuerzos para justificarlo pueden ser dolorosamente acrobáticos.
Trump ha sido genuino anunciando su manera de ser y de pensar. Creo que es más traslúcido que transparente, pero nadie puede negarle que es consecuente con sus obsesiones. No es un hombre que niega la realidad, más bien la encarna a su manera. ¿Cómo llamar mentiroso a quien anuncia con reiterativos adjetivos las barbaridades que se propone hacer? Su última actuación es apoteósica, en la acepción más teatral que ofrece la Real Academia: “escena culminante con que concluye la función y en la que participa todo el elenco”.
Los posibles daños de su renuencia son inmensurables. Buscando referencias, los historiadores pueden llegar a 1860, cuando algunos estados sureños se negaron a aceptar la elección de Abraham Lincoln. Las consecuencias fueron absurdas y aterradoras. Si uno pregunta cuál es el país donde han muerto en combate más soldados estadounidenses, pocos se imaginan que ocurrió en su propia patria. Las cifras aproximadas son 620.000 combatientes muertos durante la Guerra Civil y 644.000 en todas las otras guerras donde intervinieron tropas norteamericanas.
Dejemos esta visión extremadamente pesimista y revisemos las declaraciones de algunos republicanos aclarando que Trump se irá y sugiriendo que necesita tiempo y calma para que supere el luto. Esta divertida y compasiva manera de presentar el drama nos asoma a lo que es lógico suponer: el presidente está llegando al fondo real de su irrealidad, comprender que aceptar una derrota no es rendirse, y que no aceptarla sí equivale a morir políticamente.
En el ámbito de estos límites podrá quizás encontrarse su gran aporte histórico: haber demostrado la fragilidad y la fortaleza de la democracia de Estados Unidos.
Pero no quiero seguir hablando como si fuera un gringo. Soy un venezolano casi invisible y extremadamente inútil en la lucha por recuperar su maravilloso país. Mi propia ineficacia me hace ser respetuoso con los que no piensan como yo. El fanatismo de los venezolanos que idolatran a Trump tiene su lógica. Quienes tanto hemos perdido, estamos buscando (en esta ansiosa necesidad me incluyo) una figura paternal. ¿Cómo no obnubilarse ante la posibilidad de que un héroe borre de la faz de nuestro país a una pandilla que habría que definirla invirtiendo la famosa frase de Churchill: “Never was so much owed by so many to so few” O: Nunca tantos han sufrido tantos males a manos de tan pocos.
La prueba de que Trump no era el hombre que Venezuela necesitaba ahora parece ser evidente. Si contratas un abogado para que te lleve un caso y a mitad de camino le quitan el título, quiere decir que no contrataste al abogado adecuado. Si a esto le añades que al ser destituido el abogado comienza a usar tácticas semejantes a las de Maduro, hay mucho que tragar, digerir y pensar.
Antes de estas elecciones conversaba con un amigo que celebraba las extraordinarias sanciones contra Venezuela que impuso Trump. Yo le pregunté con excesivo reduccionismo:
—¿Y de qué han servido?
Mi amigo se levantó de la silla y exclamó señalándome con el trago:
—¡No tenemos gasolina!
Le contesté sin piedad:
—Si tengo que aguantar a Maduro prefiero hacerlo con el tanque lleno.
Quisiera ser menos cínico, pero presiento que la teoría de ir asfixiando al país hasta acabar con el dictador es como matar a la culebra por la cola. Puede que las sanciones nos hayan hecho más sumisos y primitivos, y no más rebeldes y organizados.
Propongo una conjetura paralela. ¿A quién quiere Trump más, a los venezolanos o a los rusos? Vamos a dedicarle 60 segundos a su amor por los rusos. Si de favorecerlos se trata, ¿qué mejor regalo que entregarles una Venezuela bloqueada y exhausta para que puedan hacer negocios con un país extremadamente débil y dependiente? No tengo ninguna prueba de semejante disparate, salvo la presencia en la ecuación de Trump, un personaje que ha rebasado mi capacidad de asombro.
Ojalá Trump nos conceda algo de paz para pasar la página y explorar con sensatez en un próximo ensayo qué podemos esperar de Biden los venezolanos y qué debemos proponerle.
Federico Vegas es arquitecto y escritor venezolano. Su libro más reciente es la novela Los años sin juicio.
Con información de New York Times