(09 de Diciembre del 2019. El Venezolano).- La madrugada del 25 de septiembre de 1972, la sorprendente poeta argentina Alejandra Pizarnik, decidió ponerle fin a su vida, cuando apenas tenía 36 años de edad y había conseguido su voz poética, de alcance universal. En las tempranas horas de ese lunes aciago, Alejandra ingirió alrededor de 50 pastillas de Seconal, un poderoso barbitúrico que suprime la actividad cerebral. Tal dosis anuló sus signos vitales. Esa muerte estremeció al continente literario, a la América de las letras por completo. Era una mujer que había publicado poemarios con una gran fuerza, había demostrado un gran poder sobre las palabras y el sentir humano, y se despedía de este mundo sin más, en un sueño forzado, terrible, infinito.
Alejandra Pizarnik había nacido en la sureña Avellaneda, el 29 de abril de 1936, en el seno de una familia de judíos rusos, que salieron huyendo de Europa, como tantos otros, horrorizados por el infierno nazi y por la guerra (Un caso similar al del poeta Juan Gelman y su familia de origen ruso).
Su padre Elías Pizarnik fue joyero, su madre Rosa Bromiquier era costurera, mujer de hogar, amante silenciosa de la lectura. En los momentos cuando Rosa veía a sus hijas aburridas, les daba unos pesos para que comprasen un libro. Allí nació la pasión de Alejandra por la literatura, por los libros y el insomnio de voraz lectora. A las palabras las hizo su refugio, su cuerpo, y al final: su tumba.
Comenzó estudios de Filosofía y Letras, en paralelo cursó Periodismo, aunque no culminó ninguna carrera, fue un zigzagueo de juventud, una búsqueda inconclusa. Tenía un talento innato para comunicar, su voz era grave, como la de una contraalto de jazz, su aspecto andrógino, siempre sin maquillaje, sin zarcillos, con unos ojos despiertos y devorando todo.
Su primer nombre era Flora, al que renunció para solo utilizar su segundo nombre, el que Julio Cortázar pronunció muchas veces para referirse «a una gran poeta argentina», con auténtica admiración.
A principio de los años 60 llegó a París, estuvo por cuatro años en la capital anhelada de la cultura y las artes. Allí fue feliz, se hizo amiga de Cortázar y su mujer Aurora Bernárdez, del poeta Octavio Paz, quien la valoró y la consideró una gran artista. Llegó a publicar sus poemas en francés, trabajó como digna traductora, vivió con mucha intensidad en los bulevares parisinos, en sus cafés, asistió a clases en la Universidad de La Sorbona, estrechó amistad con gente de mundos diversos, y de sexos diversos:
«Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
y se ha volado
y mi corazón está loco
porque aúlla a la muerte
y sonríe detrás del viento
a mis delirios.»
(Las aventuras perdidas, 1958)
Alejandra siempre fue una transgresora, una mujer sin reglas. Tuvo un romance que la marcó profundamente con un profesor de Literatura Moderna, él la doblaba en edad, llamado Juan Jacobo Bajarlía, quien además fue su tutor, su corrector de pruebas por esos años iniciales. Alejandra se declaró bisexual, amaba por igual a las mujeres y a los hombres, con una gran pasión los poseía. Un rasgo o condición castigada por la sociedad porteña de entonces. Esa bisexualidad que reclamaba amor de todos, al estilo Frida Khalo o Billie Holiday. Aunque, hacia el final de su breve vida, tuvo un enamoramiento ardido, no correspondido con Silvina Ocampo (Buenos Aires, 1903-1993), la poeta y cuentista, crítica literaria y esposa de Adolfo Bioy Casares por 53 años. Su conducta fue acentuando su característica lésbica, fue su opción definitiva, plasmada en su «Diario», publicado luego de su muerte.
A esos amores les canto desde las nieblas más oscuras:
«Sólo la sed el silencio ningún encuentro cuídate de mí amor mío cuídate de la silenciosa en el desierto de la viajera con el vaso vacío y de la sombra de su sombra.»
(Árbol de Diana, 1962)
Ese libro de Alejandra lo prologó Octavio Paz, quien para entonces era un reconocido poeta y diplomático de 48 años de edad, recién había conocido a la francesa Marie José Tramin con la que se casó y viajó a la India. A ella le dedicó su extraordinario poema «El viento entero». En esas líneas del preámbulo al poemario de Pizarnik, el mexicano Paz planteó:
«Cristalización verbal por amalgama de insomnio pasional y lucidez meridiana en una disolución de realidad sometida a las más altas temperaturas. El producto no contiene una sola partícula de mentira. (Botánica): el árbol de Diana es transparente y no da sombra. Tiene luz propia, centelleante y breve. Nace en las tierras resecas de América.»
Han pasado más de cuatro décadas sin la presencia de Alejandra Pizarnik en este mundo, sin sus trasnochos y sus poemas centelleantes. Han nacido legiones de chicas que la imitaban en sus desenfados, su andar retador por el mundo y su postura iconoclasta. Miles de lectores la siguen adorando, recitando, es una poeta de culto en Sudamérica. Se publicaron algunos poemas póstumos, su diario personal de más de mil páginas, con confesiones atrevidas, las que mutilaron su hermana Miriam y su madre Rosa para la primera edición, por respeto a las personas aludidas en esas confesiones. La dictadura de Videla sumió en el silencio absoluto su nombre, sus libros, hasta 1983. Luego de ese período de desapariciones, torturas, asedios, su obra tuvo un resurgir.
La poesía pizárnika hoy en día, está en pie, sigue viva:
«Y a pesar de la niebla verde en los labios
y del frío gris en los ojos,
su voz corroe la distancia que se abre
entre la sed y la mano que busca el vaso.
Ella canta.»
Estamos en el septiembre de ella, de la Flora Alejandra de Avellaneda, la poeta condenada, la niña perversa, y cómo no recordarla con honores, si así sus textos justamente lo reclaman:
«Pero ese instante sudoroso de nada
acurrucado en la cueva del destino
sin manos para decir nunca
sin manos para regalar mariposas
a los niños muertos.»
Alejandra dejó su jaula temprano, voló alto, pero nos dejó su poesía libérrima. Y en vez de regodearnos en las debilidades de su cuerpo, o en los caprichos de su pulsión de muerte y aniquilamiento, debemos celebrar su obra: el fruto de su alma luminosa.
León Magno Montiel
@leonmagnom