(25 de diciembre del 2020. El Venezolano).- Ocurrió: Nicolás Maduro logró lo que se propuso.
El 6 de diciembre, con las elecciones para elegir a una nueva Asamblea Nacional —el único órgano democrático que quedaba en Venezuela—, Maduro logró sacar a la oposición del último resquicio institucional en el que podían funcionar como un contrapeso simbólico al interior del país y el espacio de diálogo oficial con la comunidad internacional.
Pero no todo está perdido, la destrucción del último bastión legal para hacer oposición electoral abre un camino. No es uno fácil: es pedregoso, seco y oscuro, pero no hay otro.
Quienes no estén dispuestos a someterse a Maduro pero no crean en fantasías insurreccionales o soluciones mesiánicas, tienen el reto de acompañar a los venezolanos que padecen una emergencia humanitaria compleja, el desplazamiento forzado masivo al exterior y la angustia ante la incertidumbre sobre su futuro. Lo que toca ahora es otra clase de política: una que combine la ayuda a los más necesitados y el apoyo para la construcción de organizaciones de base que permitan, con el tiempo, la construcción de un movimiento de reivindicación social que sea el pilar de un cambio político.
Al final de la jornada electoral del domingo, como era previsible, el partido de Maduro obtuvo la mayoría de los votos (más del 67 por ciento) aunque con una participación oficialmente reportada de solo el 31 por ciento de un padrón electoral de unos 20 millones de votantes. Así que, en enero, Maduro estrenará una legislatura cortada a su medida pero no reconocida por la oposición ni por casi al menos medio centenar de gobiernos democráticos del mundo.
Casi diez años de esfuerzos de la oposición democrática fueron destruidos por las maniobras de Maduro y los errores de estrategia del liderazgo de la misma oposición. La toma de la Asamblea Nacional por el Partido Socialista Unido de Venezuela —el partido fundado por Chávez— le da un golpe casi letal no solo a la oposición representada por el gobierno interino de Juan Guaidó, sino a lo poco de democracia que quedaba en Venezuela. Pero tal golpe puede servir de campanada de alerta para quienes aspiren a liderar la oposición en este nuevo y peligroso trance de mayor autoritarismo en el país.
El triunfo de la oposición en las últimas elecciones legislativas competitivas, en 2015, fue el resultado de abandonar la ruta de la insurrección y del boicot electoral seguido por los principales partidos y organizaciones sociales antichavistas entre 2002 y 2005. Sucesivas derrotas de los movimientos opositores dieron una oportunidad a sus miembros más moderados para transitar la vía electoral unitaria, estrenada en 2006 con la candidatura presidencial de Manuel Rosales, quien perdió frente a Chávez pero logró obtener casi el 40 por ciento de los votos a nivel nacional. Esa estrategia fue reforzada por la derrota de Chávez en el referéndum constitucional de 2007 —quizás uno de sus primeros fracasos electorales desde su arribo al poder en 1999—. Antes, cada vez que la oposición tomó vías no pacíficas, fue aplastada. La ruta electoral llevó al triunfo indiscutible de 2015 en la Asamblea Nacional.
Pese a esos éxitos, en 2018 la oposición retomó el camino de la confrontación no-electoral —desde sucesivos boicots a elecciones al intento fallido de insurrección en abril de 2019— y, como en el pasado, hoy se enfrenta al grave problema de qué hacer para no seguir perdiendo el apoyo de la mayoría de los venezolanos dentro del país y el respaldo de buena parte del mundo democrático.
Con el resultado de estas elecciones venezolanas, manipuladas por el régimen autocrático chavista, la política, finalmente, se ve forzada a abandonar el endeble escenario institucional de la Asamblea Nacional. Quedan al descubierto la insuficiencia de las publicaciones en Twitter y Facebook, y la falsedad de las grandes promesas de cambio desde la Casa Blanca. La conclusión es esta: después del 6 de diciembre, no quedan atajos para la oposición. La única alternativa a la inefectiva y éticamente condenable ruta insurreccional es la política de masas.
No es una utopía. Hay ejemplos concretos que muestran que esa ruta, aunque cuesta arriba, puede ser transitada para llegar a la cúspide del poder.
Un caso que ha inspirado la lucha a largo plazo por la democracia es el de Solidaridad, en Polonia. El camino del sindicato formado en 1980 y que llegó al poder por vía electoral en 1989, se inició en 1976, cuando un grupo de disidentes creó el Comité de Defensa de los Obreros, luego de la represión atroz de los trabajadores en huelga en varias ciudades. El trabajo de esta organización de base se centró en dar apoyo legal, asistencia médica y difusión clandestina de noticias prohibidas por el régimen de la Unión Soviética, que dominaba la política polaca desde los años cuarenta.
Por años, los activistas laborales hicieron una red de trabajadores urbanos y campesinos que logró afiliar a decenas de miles y obtuvo pequeñas victorias reivindicativas en el proceso. Su crecimiento se convirtió en una amenaza para los soviéticos y el gobierno de Wojciech Jaruzelski, quien optó por la represión e ilegalización del sindicato. En la clandestinidad, el líder de Solidaridad, Lech Wałęsa, futuro presidente de Polonia, y otros activistas continuaron organizando huelgas y protestas hasta que, por el colapso interno del ineficiente modelo económico polaco y soviético, en 1989 ganó las elecciones de transición democrática. Todo ello, sin guerra civil, sin intervención militar extranjera y gracias a la combinación de organización social y lucha por reivindicaciones y reformas progresivas.
Otro caso, mucho más reciente y todavía no consolidado, es el de la Revolución del Jazmín en Túnez, único retoño de la Primavera Árabe que aún subsiste. El éxito del movimiento social democratizador en Túnez no fue solo el producto de un buen empleo de las redes sociales y el periodismo ciudadano para denunciar la violenta represión de las protestas. La razón del triunfo de la revolución contra una dictadura de dos décadas fue la creación de un movimiento social que protestó para difundir globalmente la masacre perpetrada por las fuerzas policiales.
La revolución tunecina no fue diseñada ni conducida por una élite política para derrocar al gobierno; la enorme mayoría de los que protestaron tras la inmolación de Mohamed Bouazizi —un joven vendedor que fue golpeado brutalmente por las fuerzas de seguridad de la dictadura—, eran movidos por la terrible situación económica imperante. Las carencias, junto a la extendida corrupción de los funcionarios públicos, motivaron las manifestaciones protagonizadas por una coalición social heterogénea de trabajadores, desempleados, estudiantes, jóvenes, mujeres y clases medias, unidos no tanto por redes sociales como por verdaderos vínculos interpersonales y de participación en organizaciones sociales como sindicatos, asociaciones profesionales, culturales y juveniles.
Eso es lo que tendrá que hacer la oposición venezolana: fundar y respaldar organizaciones de apoyo social para los venezolanos que más lo necesitan (como los que migraron como último recurso y regresan ante la crisis pandémica), fortalecer sindicatos de trabajadores que sean independientes y sin apoyos oficiales que impongan la agenda de Maduro.