(10 de julio del 2025. El Venezolano).- En julio de 1982, la habitación 5003 del Hotel Tamanaco, una “Junior Suite” de 420 bolívares por noche, fue testigo silencioso de una de las estafas más extravagantes de la historia venezolana. Durante los primeros cinco días, el huésped —alto, moreno, elegante y con voz grave— caminaba solo por los pasillos. Hablaba un inglés fluido con cierto acento latino, cargaba fajos de billetes en bolívares y dólares, y sonreía con naturalidad a todo el que lo saludaba. Se hacía llamar Alá Al Fadelli Al Tamini.
Pronto llegaron dos amigos rubios desde Boston, uno de ellos de apellido Fortuchi, invitados por el mismo jeque a través de Pan Am. Se hospedaron en la habitación contigua. Fue uno de ellos quien, en voz baja, con aire de importancia, reveló en la recepción: —Es un jeque de los Emiratos Árabes Unidos. Tiene muchos contactos en Venezuela. Quiere invertir en grande.
El rumor encendió las pasiones. Caracas, ciudad propensa a la exageración, comenzó a ver en ese huésped un mesías financiero. En pocos días, joyeros, banqueros, políticos e inversionistas lo buscaban.
Querían invitarlo a sus clubes, a sus fincas, a sus mesas. Lo llevaron a Canaima, Guayana, Mérida y Valencia. Los fines de semana viajaba a Aruba. Vestía con distinción. Lucía túnicas de lino, trajes hechos a la medida y un reloj Cartier de oro, brillante como una promesa.
Según se decía, el jeque había venido con intenciones grandiosas: invertir millones en la banca venezolana, adquirir participación en el negocio petrolero y apostar por empresas de minería nacional. Su llegada despertó expectativas en los círculos financieros, que lo recibieron como a un magnate dispuesto a transformar sectores clave de la economía.
Llegó a Caracas como invitado del empresario Juan Manuel Mezquita, dueño de explotaciones auríferas en la región de Guayana. Ambos se habían conocido poco tiempo antes en Curazao, donde el magnate venezolano quedó cautivado por el encanto y la supuesta opulencia del visitante árabe.
Para deslumbrar a sus incautos anfitriones, el supuesto jeque comenzó a obsequiar pequeñas pepitas de oro a empresarios venezolanos como prueba tangible de su fortuna. Sin embargo, esas mismas piezas doradas no eran otra cosa que las que él mismo había recibido de Mezquita durante su paso por Curazao. El oro no provenía de sus míticas minas en Arabia, sino del engaño hábilmente tramado.
Joyas, Rolex y cheques de viajero
En la joyería del Hotel Tamanaco el jeque se interesó por una gargantilla de zafiros valorada en 100 mil bolívares. Abrió su maletín. Comenzó a sacar billetes de 100 dólares en fajos gruesos.
—Es para una amiga venezolana —dijo. Luego, pausadamente, cambió de opinión. —No. Mejor pago con cheque. Era un gesto repetido, casi un ritual. Entregaba los cheques con la misma solemnidad con la que un príncipe firmaría un decreto. En su rostro, serenidad. En sus ojos, estrategia.
Samuel Milgran, dueño de la Orfebrería Milán, también cayó en la trampa. Le vendió relojes Rolex y joyas por 96.000 dólares, pagados con un cheque de gerencia falso contra el National City Bank.
El sastre de presidentes también cayó
Una tarde llegó a la boutique de Álvaro Clement, el reputado sastre de presidentes y embajadores. Iba acompañado de un conocido hombre de negocios caraqueño.
Estrechó la mano de Clement y, en inglés refinado, le expresó:
—Quiero varios trajes. Pronto ofreceré una cena en la Suite Presidencial. Se probó varias piezas, encargó siete trajes adicionales y entregó un cheque por 40.000 bolívares. Clement, aunque intrigado, no quiso perder el negocio.
—Hay algo que no me gusta de este sujeto —diría después. Recién había llegado de Europa y en España, precisamente había oído hablar de un falso jeque buscado por la Interpol.
Pese a su sospecha, entregó dos trajes valorados en 6.000 bolívares. Al día siguiente recibió una elegante invitación: “Fiesta del jeque Alá Fadelli Tamini”. Y asistió.
Una noche de alfombra roja
Fue él mismo quien organizó aquella fiesta memorable en la Suite Presidencial del Hotel Tamanaco, un escenario de lujo que ayudaba a reforzar su leyenda de magnate árabe. Todo estaba calculado: el derroche, la música, el escándalo. Cada detalle formaba parte del montaje cuidadosamente orquestado para impresionar y engañar.
Aquel salón fue decorado como un palacio de Las Mil y Una Noches. El menú, preparado por el restaurante El Rincón del Medio Oriente, costó 15.000 bolívares. Champaña francesa, cordero especiado, dátiles, pan árabe y dulces. El conjunto de Carlos Pinto puso la música. Todo era esplendor.
El jeque, en traje Clement, se quitó la túnica y salió a bailar salsa con una hermosa y atractiva joven de cabello castaño.
No tardó en robarse las miradas: bailaba con una destreza inesperada, combinando pasos modernos con un ritmo contagioso que desmentía cualquier cliché sobre la rigidez oriental.
Sorprendía también su afición por el whisky, que consumía en cantidades generosas, un rasgo poco común —y casi herético— para alguien que decía provenir de la península arábiga.
—Qué sencillo Su Majestad… hasta salsa baila —le susurró ella. Él sonrió, galante.
Recibía a cada invitado con una reverencia solemne y una sonrisa medida, pronunciando en un español impecable: ‘¡Alá te proteja y el emir te colme de riquezas!’ La frase, repetida como un mantra oriental, añadía un aire de autenticidad a su personaje de noble del desierto, y dejaba a muchos convencidos de estar ante un verdadero príncipe del petróleo.
En la madrugada del 26 de agosto de 1982, tras una noche de lujo y excesos, Alá Al Fadelli Al Tamini se despidió con cortesía de sus invitados y se retiró a sus aposentos en la suite presidencial. Poco después, el personal del Hotel Tamanaco descubría la otra cara del espectáculo: una cuenta por 27.000 bolívares —la mitad de los gastos de la fastuosa velada— había sido cancelada con un cheque del Banco del Caribe. También sin fondos. El telón comenzaba a caer.
Cuentas, papeles y un jet sin alas
El comisario Efraín Prato Castillo, jefe de la División Criminal de la PTJ, informó que el jeque abrió cuentas en City Bank y Banco del Caribe por 300.000 bolívares cada una. Todo parte del montaje.
Entre sus pertenencias se halló un documento de inversión firmado por dos empresarios venezolanos: un compromiso por 76 millones de bolívares para levantar un centro comercial de lujo. Incluso compró un jet al diputado Rafael Tudela. El motor no encendió. El cheque tampoco.
Lo más llamativo era el método: usaba cheques de viajero, aprovechándose de la lentitud del sistema bancario nacional. Para cuando el cheque era verificado, ya había cambiado de habitación… o de ciudad.
Un harén criollo
Al glamur financiero se sumaba el sentimental. Se le veía rodeado de bellas jóvenes venezolanas. A cada una le prometía viajes, regalos, joyas, cenas exclusivas y protección eterna. Algunas creyeron haber sido cortejadas por un príncipe verdadero.
Las revistas de la época, entre discretas y divertidas, hablaban del “harén criollo del Tamanaco”. Un jeque, decían, que no solo invertía… también enamoraba.
El silencio de la vergüenza
Se estima que el impostor estafó más de 20 millones de dólares en bienes, servicios, promesas y documentos. Sin embargo, nadie lo denunció. Ni los banqueros, ni los modistas, ni los joyeros. La vergüenza pudo más que el escándalo. La PTJ y su director Fermín Mármol León investigaron en secreto. Sin éxito.
La ciudad no olvidó. En los meses siguientes, en tiendas, vitrinas y restaurantes aparecieron letreros improvisados: “NO SE ACEPTAN CHEQUES, NI JEQUES”. Era el escarnio hecho cartel.
La televisión no perdonó
Ese mismo año, RCTV produjo la película El jeque sin fondos, escrita por Ibsen Martínez, dirigida por Luis Alberto Lamata y producida por Esteban Trapiello. Fue transmitida en horario estelar.
Carlos Olivier interpretó al jeque. Lo acompañaron Julie Restifo, Chelo Rodríguez, Carlos Márquez y Amalia Pérez Díaz.
El guion era comedia, pero el trasfondo era trágico: Venezuela había sido burlada en su corazón más frágil: el deseo de grandeza.
La verdad detrás del turbante
En febrero de 1984, la Interpol logró su captura. Fue identificado como Paulino Cipriano Nieto, nacido en Ámsterdam en marzo de 1952, hijo de padres segovianos, nacionalidad belga. Usaba pasaportes diplomáticos falsos, como el del supuesto embajador “Said Ben Zayl Al Nihayyan”.
Había estafado bancos y comerciantes de arte en Bélgica, Holanda y España, y robado piezas de museos y estudios de televisión flamencos. Viajaba en un Rolls-Royce con matrícula holandesa, acompañado por un asistente disfrazado. Hablaba cinco idiomas y tenía carisma.
Fue detenido en Madrid el 13 de febrero de 1984. España no le imputó delitos, y fue extraditado a Países Bajos, donde lo esperaba una larga lista de cargos.
Una nota como despedida
Cuando el personal del Tamanaco subió al día siguiente a la suite presidencial, el jeque ya no estaba. No había maletas, ni trajes de lino, ni pasaportes de bordes dorados. Solo quedaba el eco del escándalo y una hoja sobre el escritorio, escrita con pulso sereno:
“Dígales a mis amigos… que pronto volveré.”
Nunca más lo vieron.