(19 de Enero del 2020. El Venezolano).- Luego de un siglo de ausencia física, al poeta nicaragüense Rubén Darío lo ha recordado buena parte de Hispanoamérica, desde España hasta la Tierra de Fuego le han realizado crónicas conmemorativas, ediciones especiales, recitales, conversatorios sobre su obra y sus aportes al idioma español. Debemos admitir que ya eso no lo podemos llamar con exactitud: “cien años de su muerte” ¿Cuál muerte? ¿Con tal vigencia? es viva palpitación de la lengua, y goza del entusiasta interés de los lectores en buena parte del orbe.
Rubén Darío llegó a su patria Nicaragua luego de recorrer el mundo, ya estaba muy enfermo y cansado, fue en el enero de 1916. A su tierra le cantó como un paraíso de la biodiversidad, un reino floral y animal que lo inspiró con su caprichosa geografía: conjunción de volcanes y lagos. Sus exequias en el febrero de 1916 se extendieron por seis días, fueron un interminable desfile de compatriotas ante su férretro, el que finalmente descansó en las bóvedas subterráneas de La catedral de León, en la ciudad donde se formó con los padres jesuitas, donde comenzó su amorío con los libros, con el lenguaje, donde descubrió la musicalidad de cada palabra que lo arrobó.
Apenas tenía 49 años de edad cuando la cirrosis lo fulminó, había recorrido muchas leguas de viaje, había estado en la Argentina, nación a la que amó y dedicó un libro, aunque no muy afortunado. Allí escribió cerca de 500 crónicas magistrales, en ese género periodístico también fue un pionero: un cronista de alto nivel.
Recorrió España, Francia, Estados Unidos, Italia, Brasil. Llegó a dominar cinco idiomas y lo más importante: le dio una vitalidad inusitada a su lengua materna, el español, fue auténticamente un innovador. Sus versos aportaron una poderosa luz y una gran musicalidad a nuestra cultura:
“Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo
ni mayor pesadumbre que la vida consciente”.
Fue impresionante ver a la actriz madrileña Marisa Paredes en el paraninfo de la Real Academia Española el 20 de diciembre de 2011, recitando ese poema “Lo fatal”, de su obra cumbre “Cantos de vida y esperanza” editada en 1905. Ese poema fue calificado por Gabriel García Márquez como: “El mejor de la lengua”.
Rubén Darío fue prematuro en todo, un ser que nació 18 de enero de 1867 y estuvo predestinado a lo trascendente desde los primeros años de su vida, en Metapa; una aldea campesina, de exhuberante naturaleza, hoy en día reconocida en su honor como “Ciudad Darío”.
Rubén Darío aprendió a leer a los 3 años de edad, cuando casi la totalidad de los habitantes del continente era gente analfabeta. A los 6 años leía con pasión a los clásicos de la literatura, La Biblia y sus proverbios, los epistolarios de los grandes autores. A los 13, recitaba extensos poemas que despertaban aplausos y admiración. A los 14 años de edad concluyó su primera obra y quiso marcharse del pueblo con una mujer saltimbanqui que trabajaba en un circo itinerante. En 1888, con 20 años de edad, publicó su libro primigenio: ”Azul” fue en Chile, nación a la que llegó alucinado por su vida cultural y sus viñedos. El 30 de julio, en el Puerto de Valparaíso, salió su primera edición:
“La tigre de Bengala
con su lustrosa piel manchada a trechos,
está alegre y gentil, está de gala.
Salta de los repechos
de un ribazo, al tupido
carrizal de un bambú; luego a la roca
que se yergue a la entrada de su gruta.
Allí lanza un rugido,
se agita como loca
y eriza de placer su piel hirsuta”.
Salió rumbo a España, en ese reino fue embajador en 1892, y comenzó el roce con los escritores españoles, se declaró un hispanista fervoroso, conoció la influyente generación del 98. José Alberto Barisone en su ensayo” “Literatura y periodismo en crónicas de Rubén Darío” nos relata:
“El nicaragüense se inicia en el mundo del diarismo y la cronística a los 14 años en su nación. A los 20 años publicó en “La Nación” de Chile, luego colaboró con la prensa de Argentina: “El Tiempo” y “La Tribuna”. Fundó la Revista América. Gracias al sustento económico del diario
“La Nación” Rubén Darío pudo recorrer casi toda Europa, fue un respetable peregrino de las letras”.
Los poetas más relevantes de América, reconocieron la grandeza y el pionerismo de Rubén Darío. El vate nicaragüense nació 25 años antes que el peruano César Vallejo y llegó a este mundo 32 años antes que Jorge Luis Borges. Se adelantó 37 años a la llegada de Pablo Neruda y 47 años al nacimiento de Octavio Paz. Nació 58 años antes que su compatriota Ernesto Cardenal, el gran poeta del archipiélago Solentiname, célebre sacerdote revolucionario.
Un Borges categórico, lo llamó “El libertador” de las letras americanas. Octavio Paz sobre la trascendencia de Rubén Darío, expresó: “Es uno de nuestros grandes poetas modernos. Él es el origen”. El maestro Jorge Luis Borges al opinar sobre autores latinoamericanos era mordaz, descarnado, sobre Rubén Darío y su obra expresó: “Darío era dueño de una música que yo no puedo alcanzar, que no trato de alcanzar tampoco, sin embargo, sin duda, yo no escribiría lo que he escrito sin Darío, porque cuando por un idioma pasa alguien como Rubén Darío, ya todo cambia”.
Una muestra vívida de admiración al precursor del modernismo, fue el discurso que realizaron al alimón (como dos toreros con un solo capote) Pablo Neruda y Federico García Lorca, en la cena de gala del PEN Club de Argentina, el sábado 28 de octubre de 1934. En esa ocasión, los dos célebres poetas construyeron una maravillosa urdimbre de frases sobre el nicaragüense: su estirpe, su aporte al idioma español. Fue una pieza de oratoria compartida, que todos los presentes escucharon con asombro y admiración en medio de la noche austral.
Pablo Neruda: “Lo trajo a Chile una marea, el mar caliente del norte, y lo dejó allí el mar, abandonado en costa dura y dentada, y el océano lo golpeaba con espumas y campanas, y el viento negro de Valparaíso lo llenaba de sal sonora. Hagamos esta noche su estatua con el aire, atravesada por el humo y la voz y por las circunstancias, y por la vida, como esta, su poética magnífica, atravesada por sueños y sonidos.
Federico García Lorca: “Pero sobre esta estatua de aire yo quiero poner su sangre como un ramo de coral, agitado por la marea, sus nervios idénticos a la fotografía de un grupo de rayos, su cabeza de minotauro, donde la nieve gongorina es pintada por un vuelo de colibrís, sus ojos vagos y ausentes de millonario de lágrimas, y también sus defectos”.
Prematuramente Rubén Darío abrió sus compuertas a la bohemia desenfrenada, al vino a ríos, a las mujeres infinitas; a las que en señal de conquista, les firmaba su abanico, en un gesto muy suyo.
La muerte de su primera esposa en 1893 lo hundió en el desconsuelo, en el abandono vital, allí comenzó un martirio, el que duró hasta el 6 de febrero de 1916 cuando exhaló su último aliento:
“La luz que alumbra no es la del sol; es como la enfermiza y fosforescente claridad de espectrales astros. Honorio siente el influjo de un momento fatal, y sabe que en esa hora incomprensible todo está envuelto en la dolorosa bruma de una universal angustia.”
Al final de su vida, posó su atención sobre una mujer sencilla, una enfermera y cuidadora de adultos mayores de nombre Francisca Sánchez, persona de poca cultura, con quien tuvo su amado hijo Rubén Darío Sánchez, a quien protegió hasta el final de su vida.
Rubén Darío logró publicar 26 libros, obras donde abordó la poesía, la narrativa breve, brillantes crónicas de un gran valor periodístico. Él era dueño de un poder especial como cronista erudito. En las postrimerías de sus andanzas, se convirtió en un factor de unidad de los pueblos centroamericanos, desde Panamá hasta Guatemala, a Rubén Darío lo sienten como un compueblano más, un connacional muy cercano.
Los 100 años de la muerte de Rubén Darío, superada con una vigencia y reconocimiento unánime, debemos seguir celebrando, como una fiesta del espíritu y de la palabra para los 500 millones de seres que hablamos el español. Una fiesta extendida en el tiempo y en los espacios, que rebase las fronteras de América, y que sea un homenaje a la hispanidad, a la palabra creativa que de ella se desprende. Al soberbio creador de Metapa, ni el alcohol, ni la desventura, ni la cultura de lo banal y sus modas, ni el pesado siglo transcurrido: han podido desaparecerlo.
Rubén Darío le dio su nombre digno a un siglo y a una ciudad.
León Magno Montiel
@leonmagnom