(14 de diciembre del 2020. El Venezolano).- Cadáveres flotando hasta las costas de Güiria. Uno. Dos. Once. Diecinueve. ¿Importa el número? Hasta la costa de la Península de Paria llegan cadáveres nuestros, muertos nuestros, flotando.
De ahí la corriente, mientras brazos anónimos los levantan en peso y los ponen a secar sobre las losas de concreto donde escurren de muerte ahogada, otra deriva los lleva hasta las pantallas de nuestros teléfonos, al WhatsApp, al cardumen que somos en las redes sociales.
Flotan.
No hay periodismo capaz de alcanzar el tamaño de la noticia.
Flotan.
Y aquello que flota se asoma porque no puede mantenerse oculto: sube, se pone a la vista, evidencia su volumen.
Muertos en el mar.
Nuestros muertos en el mar.
Muertos como los balseros cubanos del Período Especial. Muertos como los africanos que no sobreviven el paso final del Mediterráneo. Muertos y náufragos de una embarcación y de un país y de una esperanza que el mar transformó en duelo.
Muertos con sus caritas comidas por los peces y la sal, porque hay niños en este horror que indigna.
A los náufragos de Güiria no los mató el mar.
Huían de un país que los ahogaba, donde los hijos le dicen a los padres que tienen ganas de irse porque están flaquitos. Huían de un país que la política ha convertido en un peñero a la deriva y a punto de estallar contra la primera roca que lo hiera. Huían de un país donde no hubo lugar para vivir con la dignidad que alguien le prometió y ahora son alimento de los peces.
Ahora, en el paisaje de nuestra Historia contemporánea, tenemos niños muertos con sus caritas comidas por los peces.
A los náufragos de Güiria no los mató el mar.
Se lanzaron al agua buscando tan solo su derecho a una vida normal, atando esa misma vida a un hilo que ahora tiene que dolernos porque nos está apretando en la garganta, en el pecho, en las manos.
En la culpa.
En una geografía de aguas inversa a la cubana, tenemos muertos que desde tierra firme intentaron alcanzar la isla que les quedaba más cerca, sin importar los problemas del idioma ni del desprecio, si aquello significaba poder comer y vivir honestamente del trabajo.
Y el gobierno de esa isla, con una crueldad que no podemos permitirnos olvidar, los devuelve al agua como quien se quita de encima un problema ajeno, convirtiendo la política exterior en una de esas planchas que en los barcos piratas equivalía a la pena de muerte.
A los náufragos de Güiria no los mató el mar.
Es una afirmación que debemos repetirnos como una oración, como un mantra, como un rito sonoro que nos ayude a soportar la pena de ver los cuerpos secándose a la intemperie, el día que en la Península de Paria se pescó la muerte de tantos.
Una península.
Viene a la memoria, de manera automática, la definición en tono escolar, con olor a tiza: una península es una porción de tierra rodeada de agua por todas partes, excepto por una que la une al continente.
Virgilio Piñera, poeta cubano, alguna vez se atrevió a definir las angustias de una isla como «la maldita circunstancia del agua por todas partes».
Hoy, después de los náufragos de Güiria, somos menos que ese verso de Piñera.
Somos una península a la que llegan nuestros muertos flotando y comidos por los peces.
¿Cuál es el brazo de tierra que nos mantiene pegados al continente, a eso que nos contiene?
¿Qué nos contiene?
¿Cómo se pide, en una mesa de redacción cualquiera, que se midan porcentajes de abstención o participaciones populares después de que estos muertos flotan hasta nosotros?
¿Cuál es la noticia que puede jerarquizarse por encima de este horror sin desenlace?
¿Que estamos muertos?
A los náufragos de Güiria no los mató el mar.