(05 de octubre del 2020. El Venezolano).- Un fantasma recorre la diáspora venezolana: el fantasma del autoritarismo. Todas las fuerzas de la vieja y dispersa Venezuela parecen haberse unido en una santa cruzada no para acosar a ese fantasma, sino para aplaudirlo y venerarlo: asilados y sobrevivientes, empresarios y mantenidos, los radicales que abogan por la intervención armada internacional, y quienes suponen entender en detalle las intrincadas complejidades de la política y el sistema estadounidense desde la forzosa distancia que impone el Caribe. Todos insisten en clavarle el mote, zahiriente y anacrónico, de “comunista” (y sus muchas y coloridas variantes) no ya a cualquiera de sus adversarios políticos, sino a cualquier hijo de vecina que tenga la ocurrencia de decir que a Estados Unidos no le vendría mal, por ejemplo, sumarse al concierto de las naciones industrializadas que ofrecen a sus ciudadanos la posibilidad de una cobertura de salud universal; o que no es una mala idea recordarle a los partidarios del mandatario de turno que su presidente es sólo eso, que la nación es más grande que el partido, que un gabinete pluripartidista es una cosa buena, y que las instituciones y las formas (la liturgia del poder, digamos) no son armatostes que deban ser tirados al fuego de buenas a primeras sino, por el contrario, límites necesarios que evitan que las voluntades de poder se desboquen.
Dejando las casi metafísicas sutilezas de la democracia aparte, y entrando en el terreno sobrenatural que aquí nos ocupa, el fantasma del autoritarismo apareció clara y visiblemente en tres momentos del debate presidencial del 29 de septiembre. Para cualquier venezolano que haya padecido bajo el poder del chavismo, estas tres apariciones debieron haber sido, en palabras del gran filósofo estadounidense Yogi Berra, déjà vu all over again.
El fantasma del autoritarismo se dejó ver, desde un primer momento, en la actitud del presidente Trump. Quizá acostumbrado a hacer su voluntad tanto en Mar-A-Lago como en reality tv (“When you’re a star, they let you do it. You can do anything”) su performance en el debate reveló de nuevo que, en su mundo, las reglas no existen. Y de existir, son los demás quienes deben seguirlas. El soberano, como bien explicó Schmitt, es quien hace la excepción. Y Trump es ciertamente un hombre de soberanas excepciones. No nos referimos a sus excepcionales evasiones impositivas, sino a asuntos mucho más básicos como, por ejemplo, respetar las reglas fundamentales de un debate a las que ambas partes habían acordado someterse con anterioridad. Que a sus 74 años de edad el presidente sea, casi diríamos que ontológicamente, incapaz de seguir la primera de las normas del buen hablante y del buen oyente, deja claro que seguir las reglas y escuchar a quienes no comparten su punto de vista no es precisamente lo suyo. Es que, digamos, no se le da. Esa especie de sordera fundamental (amén de su verborragia crónica), unida a su irreprimible tendencia a deslastrarse del cumplimiento de las reglas del juego político, no es un atributo ni presidencial ni democrático.
La segunda aparición del fantasma fue tanto más espeluznante. Más adentro en el debate, Trump tiró por la borda la oportunidad, servida en bandeja de plata, de distanciarse de los grupos supremacistas blancos. Muy por el contrario, arengó al grupo neofascista, neonazi, antisemita, xenófobo, y misógino de los Proud Boys (un grupo que el propio FBI considera extremista) a permanecer atentos: stand by. À la Chávez, prácticamente dijo que el trumpismo es pacífico, pero que está armado. Trump puso en alerta a su guardia pretoriana. En un país en el que el estado no tiene el monopolio de las armas esto es tanto más preocupante, y tiene consecuencias reales, amplia y lamentablemente documentadas. Se trata del mismo grupo que, en el tristemente célebre rally de Charlottesville de 2017, desfiló ondeando banderas confederadas y esvásticas mientras coreaba, entre otras tantas consignas, “los judíos no nos van a reemplazar.” Lejos de condenarlos entonces, Trump dijo que en ese grupo sin duda había “buenas personas.” Se trata, sin más, de colectivos trumpistas. Si los venezolanos creen que, por apoyar a Trump, estos colectivos los verán con cierta simpatía (como si no fueran inmigrantes, como si fueran “blancos”).
Pero la tercera aparición fue de todas quizá la más sutil y, por ello, la más peligrosa. El fantasma del autoritarismo volvió a asomarse cuando Trump se dedicó a arrojar dudas sobre la legitimidad de este proceso electoral. Es cierto que el proceso de votación en Estados Unidos está lejos de ser perfecto. En el año 2000, por ejemplo, varias semanas pasaron hasta que finalmente el país logró entender que por un margen de apenas 537 votos en Florida (y un leve empujón de la Corte Suprema) Bush fue nombrado presidente. Pero incluso en momentos tan complejos y críticos como estos, nadie ha dudado (en cerca de 200 años de historia) de la integridad del proceso electoral. Hasta que Trump (y con él, el fantasma) entró en escena, esgrimiendo el débil, raquítico, escuálido argumento de la votación por correo.
Aquí quizá sea necesario detenerse en algunos tecnicismos. Lo primero es entender que Estados Unidos tiene una larga tradición, por demás bipartidista, de votar por correo (lo cual habla además de la solidez del sistema del correo estadounidense. Una solidez que, dicho sea de paso, Trump se ha encargado de socavar). En las elecciones de 2016, en las que Trump resultó ganador, para finales de octubre ya más de cuatro millones de estadounidenses habían votado por correo. Más aún, cinco estados tienen ya una década votando prácticamente sólo por esta vía: Colorado, Hawaii, Oregon, Utah, y Washington, estados que han votado por gobernadores, senadores y representantes tanto republicanos como demócratas, sin que haya indicios de trampa por ningún lado. El mismo Mitch McConell, republicano presidente del senado, ha apoyado públicamente esta modalidad de voto. Usar la excusa del voto a distancia como argumento para desprestigiar el sistema electoral tiene consecuencias dramáticas.
No es difícil imaginar a Trump abogando por un rediseño de todo el reglamento (incluyendo la posibilidad de un tercer período, que ya ha mencionado en reiteradas oportunidades), al mejor estilo de Tibisay Lucena, para poder ofrecer a los estadounidenses “el sistema electoral más confiable del mundo.”