(10 de abril del 2025. El Venezolano).- Una canción de amor entre los escombros. Sobre la novela “Yo quiero ser como Ariel”, de Abel Ibarra. Editorial Épsilon, 2025. 284 págs.
En tiempos donde la autoficción parece haber reemplazado a la invención narrativa y las editoriales giran su brújula al algoritmo, que aparezca una novela como “Yo quiero ser como Ariel” es, en sí misma, una forma de resistencia. Abel Ibarra ha escrito una historia que rehúye los artificios del marketing literario y apuesta, sin aspavientos, por la emoción contenida, por la memoria como campo de ruinas, por la ternura como último refugio.
Ambientada en la Caracas de los años sesenta —esa ciudad donde el concreto todavía creía en el porvenir— la novela se despliega también hacia Nueva York, Roma y Milán. Pero no lo hace como postal, ni como excusa cosmopolita: lo hace como reflejo de un desarraigo profundo, como desplazamiento de almas más que de cuerpos.
Ariel Severino y Mercedes Chocrón —protagonistas, pero también testigos de un país que se desmorona sin anunciar su caída— se encuentran en ese territorio liminar donde no hay certezas, pero sí huellas. Él, marcado por culpas heredadas y errores propios; ella, sobreviviente de la ausencia, de ese abandono sin ruido que a veces es más cruel que el grito. Entre ambos se teje una relación que no redime, pero acompaña; que no salva, pero abra(z)sa en medio del temblor.
La escritura de Ibarra se siente trabajada, pero no forzada. Tiene el lirismo de quien ha leído poesía y la contención de quien ha vivido lo suficiente como para no decirlo todo. El autor no cae en la tentación del efectismo: permite que la emoción se filtre, como la humedad en las paredes viejas, sin romper la forma. Los detalles están bien elegidos: un radio de onda corta, una carta extraviada, una mirada desde una ventana. La Caracas que aparece en estas páginas es una ciudad que ya no existe, pero cuya vibración aún se intuye bajo el asfalto.
Lo más poderoso, sin embargo, es la manera en que la novela trata la memoria: no como archivo, sino como fractura. Aquí no hay nostalgia edulcorada ni revisionismo político. Hay, en cambio, una honesta aceptación de la pérdida, una exploración de las heridas sin necesidad de exhibicionismo. Y eso, en la literatura actual, es casi una rareza.
El cierre es sobrio, sin fuegos artificiales. Pero deja una estela: la posibilidad de que dos seres —rotos, desplazados, humanos— se reconozcan al borde del naufragio. Y en ese acto, sin épica, sin redención, se aloja algo que podría parecerse al amor. O a la esperanza.
“Yo quiero ser como Ariel” es una novela que no necesita gritar para hacerse oír. Es un testimonio íntimo sobre lo que persiste cuando todo parece derrumbarse. Y también una prueba de que, en medio del ruido digital y la sobreproducción editorial, aún se puede escribir —y leer— desde el temblor, con dignidad, con belleza, con verdad.