(25 de mayo de 2019. El Venezolano).- ¿Es que somos colectivamente una nación de dementes o de serviles crónicos, obligados a estar siempre conducidos por el cayado de unos cuantos tutores, cuando vemos a todos los pueblos de la tierra dándose sus propios Gobiernos?“, se preguntaba Rómulo Betancourt en 1945 ante el rampante militarismo que había definido el panorama político venezolano hasta entonces. Mientras que el liberalismo se convertía lentamente en la doctrina dominante a nivel mundial, en Venezuela nunca se habían dado elecciones universales y directas. Al día siguiente de este discurso, a sus 37 años, Betancourt encabezaría el primer vuelco democrático en la historia del país.
El general Isaías Medina Angarita había tomado el poder de la mano de López Contreras en 1941 y, a pesar de que sorprendió con algunas políticas democráticas, no dio el paso decisivo: convocar a elecciones nacionales para escoger a su sucesor. El descontento de la dirigencia de Acción Democrática, provocado por el rechazo a un nuevo gobierno escogido sin sufragios, convergió con el ímpetu de una nueva generación de militares que exigían un cambio dentro de las Fuerzas Armadas. Civiles y militares se encontraron, aunque fuese con objetivos e ideales radicalmente diferentes. El resultado fue un golpe de Estado que en octubre de 1945 derrocaría a Medina Angarita y colocaría a Betancourt al mando de la Junta Revolucionaria de Gobierno, dandole una dirección democrática al país que nunca antes había sido posible.
Décadas de militarismo llegaban a su fin, aunque fuese por poco tiempo. Un joven civil de 37 años lograba ponerse en la vanguardia de la vida política nacional, luego de haber pactado con militares descontentos por el bajo sueldo que recibían y la falta de promociones. Venezuela parecía asomarse improbablemente a la democratización, lo cual se consolidó con la toma de poder del maestro Rómulo Gallegos en 1948, luego de las primeras elecciones libres y universales en la historia del país. Las estructuras autoritarias del poder cedieron ante la presión popular y el liderazgo de un joven Betancourt que supo armonizar los intereses militares y civiles para llevar a cabo una cohesión que sacara al país del estancamiento antidemocrático en el que se encontraba.
Actualmente, a sus 35 años, se le presenta un reto comparable a Juan Guaidó. Se ve confrontado con un régimen militarista, necio y anclado en el poder, que se niega a aceptar la urgencia de un cambio político para sacar al país del caos. Esta vez existe la dificultad agregada de que la tiranía ha contaminado a parte de la población con una ideología justificada a través del paternalismo estatal y la figura de un líder carismático como Chávez. Otra diferencia considerable es que Medina Angarita era un hombre decididamente razonable: entregó el poder sin resistencia para evitar un derramamiento de sangre. Sin embargo, el descontento subrepticio dentro de las Fuerzas Armadas, aunado al poder civil representado por Guaidó y otras figuras opositoras, podrían precipitar una situación similar a la de 1945.
El carácter cíclico de la historia, inmortalizado en la frase popular „la historia se repite“, existe debido a los patrones de comportamiento que las poblaciones presentan y repiten a través de las décadas, así como a ciertas características inmutables de la condición humana. El joven Betancourt, al igual que el joven Guaidó, perseguía el poder con el admirable discurso de la democratización y la justicia civil. De la misma manera, los militares que integraban la Junta de 1945 buscaban ganar protagonismo en la escena política, por lo cual llevar a cabo el golpe de Estado fue la decisión más razonable. Esto les permitía acabar con una élite militar anticuada y que no remuneraba correctamente a las generaciones jóvenes, situándose simultáneamente en el eje del poder.
Algo similar podría suceder actualmente entre las Fuerzas Armadas: bastaría con que suficientes oficiales alejados de la cúpula exclusiva dominante vean en Guaidó la posibilidad de ganar relevancia en la vida política nacional. A su vez, Guaidó tendría entonces la oportunidad de sustentar su proyecto en la necesaria fuerza de las armas, ya que de otra manera la cuadrilla mafiosa que gobierna el país no cederá.
El sectarismo y la feroz ambición de Pérez Jiménez y Llovera Páez, entre otros factores menores, dieron fin al gobierno de Gallegos en 1948. Acababa así el primer intento venezolano de democratización; la mentalidad militarista no había sido erradicada del todo. Esto cambió con la caída de Pérez Jiménez, cuando el país se convirtió en un ejemplo democrático para la región. Este exitoso pasado republicano se vio pisoteado por el autoritarismo chavista, y actualmente Guaidó se está confrontado con la nefasta herencia que han dejado dos décadas de histórica corrupción en la cúpula militar, cosa que dificulta sobremanera organizar una sublevación. Sin embargo, no pareciera infundado pensar que los hechos de 1945 pueden repetirse. Si los intereses y ambiciones de suficientes militares marginalizados convergiesen con la propuesta de Guaidó, el cambio sería plausible. Esperemos que el complejo entramado de poder y corrupción que define a la actual élite militar y ejecutiva no haga de esto una quimera.
Por Ernesto Fuenmayor.