(31 de octubre del 2020. El Venezolano).- Para nadie es un misterio que el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, ha escrito mucho en sus redes sobre la situación de Venezuela, lamentándose en sus mítines y ruedas de prensa. También en innumerables oportunidades prometió ayuda, nominó un representante especial del Departamento de Estado para ello e impuso sanciones económicas para presionar al régimen de Nicolás Maduro. Sin embargo, luego de más de tres años y medio en el poder: ¿Dónde están los resultados? ¿Dónde están la libertad y democracia prometidas? ¿Dónde está el apoyo anunciado? Una vez más, tanto en política exterior y doméstica, sus promesas son promesas incumplidas.
Ejemplo de esto es la hipocresía de esta administración a la hora de observar lo que realmente propulsa sus decisiones en política exterior: intereses privados e ideologías políticas, en vez de prevenir la violación de los derechos humanos en el continente, incluida Venezuela. Ello, a pesar de lo que Trump y su gabinete han señalado expresamente querer resolver: la falta de liderazgo en materia de derechos humanos en América Latina. En cambio, la esconde detrás de una cortina de humo que lo ha hecho ver como ese emperador que viste el mejor de los trajes.
La política exterior de los Estados Unidos hacia América Latina ha tenido diferentes aproximaciones en la historia, pero siempre desde la hegemonía que ha tenido el país desde su nacimiento. Ejemplo de eso son las innumerables operaciones encubiertas de la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés) en el continente, en especial durante los años 70s. Pero hay una gran diferencia entre mantener un statu quo estéril y seguir empeorando una región políticamente frágil, contribuyendo al declive de la situación política. Es ahí donde, nuevamente, se ve la inutilidad de Trump respecto de Latinoamérica y Venezuela, donde ha sido inconsistente en fortalecer los derechos humanos y en apoyar al pueblo venezolano, pese a sus promesas.
Con este contexto y en miras de las elecciones presidenciales en Estados Unidos, se debe abordar un ‘rey desnudo’ que se ha dejado andar por demasiado tiempo: la hipocresía de la administración Trump hacia el pueblo venezolano en cuanto a este asunto.
A la hora de hablar de derechos humanos en Latinoamérica, Trump parece enfocarse sólo y exclusivamente en los gobiernos con los cuales no simpatiza: los de izquierda. No se escuchó mucho al presidente durante los asesinatos de líderes afro e indígenas en Colombia, las violentas protestas sociales en Chile o las acciones -y retórica- de su par Jair Bolsonaro en Brasil.
Por su parte, el gobierno dictatorial de Nicolás Maduro en Venezuela no ha hecho más que exacerbar una división social en la ciudadanía, implantando diversas formas de represión. Al encarcelar arbitrariamente a opositores, desmantelar la industria de los medios privados, ejecutar a opositores de manera extrajudicial y usar la tortura para neutralizar a la oposición, Maduro se ha encargado de tomar casi todas las ramas del Estado. Asimismo, en palabras de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH), Michelle Bachelet, la policía y la Guardia Nacional “han reprimido a la disidencia pacífica con uso excesivo de la fuerza, muertes y torturas”.
Y si bien la Casa Blanca ha señalado en múltiples ocasiones (como en el Estado de la Unión) que tiene un “compromiso” con la democracia y la libertad, esto no se materializa. Por ejemplo, el año pasado se retrató como una administración que quiso proveer ayuda humanitaria y desmantelar al gobierno de Maduro para mitigar los “continuos abusos contra los derechos humanos”. Pero eso no coincide con la decisión de Trump de no proveer Estatus de Protección Temporal (TPS, por sus siglas en inglés) a los inmigrantes venezolanos en Estados Unidos, lo que los protegería de la dictadura de su país.
Porque si además el gobierno estadounidense quiere hablar de ayuda humanitaria, las sanciones no ayudan, ni van en esa dirección. Dichas sanciones económicas no están más que asfixiando a un país que enfrenta simultáneamente múltiples crisis. Más aún tras la pandemia de COVID-19 que lleva sobre 88 mil casos confirmados en el país. Algo que el Secretario General de la ONU, António Guterres, junto con Bachelet, le han hecho ver a la administración Trump.
Una vez más, Trump ha utilizado una retórica que no va a la par con sus acciones. Reducir el poder diplomático y militar de los Estados Unidos a un tweet y a una rueda de prensa en el jardín de la Casa Blanca no es suficiente, y le quita credibilidad al país en el escenario internacional como un poder normativo. En América Latina, el presidente y su administración se han concentrado en deshacer políticas de la era de Obama sin motivo, como por ejemplo cancelar la ayuda financiera en el Triángulo Norte. Volviendo a Venezuela, reconoce a Juan Guaidó como presidente interino del país, pero hace poco por apoyar a la oposición en su esfuerzo de retomar esa “libertad y democracia” que los venezolanos merecen, exacerbando así otras crisis en los países fronterizos.
Mientras hay inacción en el exterior disfrazada de iniciativa, internamente hay un embuste que le han contado a los inmigrantes venezolanos en Estados Unidos: la falsa idea de que los demócratas son socialistas y secuaces de Chávez, o los hermanos Castro. Esta farsa demuestra lo poco que pueden sacar en época electoral contra el ex-vicepresidente Biden para tratar de llegar a este nuevo electorado que, como parte del voto Latino, tiene algo que decir en la carrera de 2020. Ataque plenamente irónico además, al ver el amiguismo político de Trump con Putin y su buena relación con Kim Jong-un, dos líderes autocráticos con los que se relaciona.
Las próximas elecciones parlamentarias en Venezuela proponen una nueva disyuntiva. La oposición venezolana está -como siempre- dividida en cómo lidiar con un dictador como Maduro y si legitimar o no unas elecciones poco transparentes el 6 de diciembre. La embajada en la capital estadounidense, que “cesó de ser usurpada” por el madurismo, sigue cerrada. Por casi año y medio, el gobierno transicional e interino de Juan Guaidó sigue, valga la redundancia, en transición, eventualmente para “convocar elecciones libres y transparentes”.
Es hora de acción real. La siguiente administración debe promulgar un liderazgo consistente en sus acciones, que defienda plenamente los derechos humanos en todos los países de la región. No que apoye a sus “aliados” cuando le conviene y busque un voto cuando le hace falta. El líder del país más fuerte del mundo debe ser eso, y ser juzgado por un estándar alto. Algo que Trump no ha hecho más que rebajar.