(04 de mayo del 2020. El Venezolano).- La fotografía muestra en primer plano tres hombres y seis animales de carga que en una primera mirada parecen burros pero en realidad son mulas. Aunque sus vestimentas resultan urbanas, los arreadores obviamente son productores del campo que llevan sus cosechas agrícolas camino del mercado.
Los animales van en fila india con sus cargas a cuestas. Formando lo que en el pasado se conocía como un “tren de mulas”. Las caravanas en las que se transportaban en el siglo XIX desde los estados andinos venezolanos el café que salía hacia Alemania por el lago de Maracaibo.
La foto, me informa quien la envía, ha sido tomada recientemente en Trujillo, la población de los Andes venezolanos capital del estado del mismo nombre. Si fuese hecha en blanco y negro, o en sepia, la escena podría parecer una de esas estampas rurales antiguas que suelen colocarse como adorno en los restaurantes turísticos de los poblados de montaña.
Pero el hecho real es que es a color, y la presencian de un viejo automóvil de los años 1970 que aparece de fondo, nos hace entender que es una fotografía contemporánea. Y, además, como los hombres llevan sus caras protegidas con una mascarilla, es indudable que ha sido tomada en estos tiempos del coronavirus. En pleno siglo XXI. No importa que el vehículo sea del XX.
Que el viejo carromato esté estacionado, como al abandono, y las mulas activas no es una casualidad. Aunque parezca mentira, en Venezuela, el país que alguna vez estuvo por décadas entre los primeros cinco países productores de petróleo del mundo, desde hace meses, es muy difícil para los ciudadanos comunes conseguir gasolina. Y, en consecuencia —de eso habla la fotografía— los ciudadanos, en este caso los campesinos, han tenido que recurrir a recursos hace tiempo olvidados, como la recua de mulas, para poder movilizarse y movilizar, en este caso, sus cosechas.
Es una tragedia más entre los muchos suplicios al que el modelo político conocido como socialismo del siglo XXI ha sometido a Venezuela. El proyecto de Hugo Chávez ha resultado como el de un profeta milagroso al revés. Hace del infortunio un efecto sorprendente. Convierte el vino en agua. La lluvia generosa en sequía mortal. La abundancia de panes en escasez de alimento. Todo lo que toca lo vuelve excremento. Detritus. Degradación.
Ha logrado que en el país con la gasolina más barata de todo el continente (una botella de agua mineral de 300 mililitros valía seis veces más que un galón de combustible) ahora sea la más cara de todo el planeta. La escasez y el mercado negro dirigido por los militares que actúan como guardia pretoriana del gobierno de Maduro, hace que un litro de gasolina, vendido clandestinamente como si fuese heroína, llegue a costar hasta cuatro dólares.
A la manera de los grandes tahúres, detrás de cada promesa alucinada hecha por el teniente coronel para seducir a sus seguidores encontramos hoy, después de su muerte, un gran fracaso. Una malversación. Una razón para sentirnos estafados.
Una de esas grandes promesas —comprometedora por sus dimensiones y reveladora de su inmensa capacidad de mentir— fue la de convertir a Venezuela en una potencia energética mundial en el tránsito del siglo XX hacia el XXI. Pero, por desgracia para todos, el militar golpista que hablaba sin parar no solo fue incapaz de conducir nuestro viaje al futuro, sino que —en en otro acto más de magia al revés— le compró al país entero un billete de retorno al siglo XIX. Sin pasar por el XX.
Como en aquella película hollywoodense titulada en español “Regreso al futuro”, nos envió en una máquina del tiempo al pasado remoto. A la era cuando la penicilina no se había inventado, la electricidad y el gas doméstico todavía no existían, tampoco los automóviles a motor y la tracción animal era el único instrumento de transporte público conocido. De eso habla la foto de Trujillo.
La revolución industrial sustituyó la tracción animal por el transporte automotor. Chávez y el chavismo hicieron el milagro inverso, lograron el retorno de las mulas para sustituir al transporte automotor.
La modernidad venezolana, en una operación conducida por el doctor Arnoldo Gabaldón entre los años 1930 y 1960, logró eliminar la malaria que diezmaba a la población venezolana; Chávez y el chavismo hicieron que la malaria regresara. Y no solo la malaria, también la bilharzia, la viruela, la tubércolosis y otras enfermedades que la acción del sistema de salud creado por la democracia había logrado erradicar.
A finales de siglo XIX, gracias a la iniciativa de empresarios privados, ciudades y pueblos de Venezuela fueron descubriendo las ventajas de la electricidad y la iluminación urbana; Chávez y el chavismo estatizaron, centralizaron y llevaron a la quiebra el sistema eléctrico nacional y ahora las ciudades y pueblos como en el siglo XIX permanecen largos días a oscuras, sin servicios de refrigeración, con los escasos alimentos deteriorándose y las conexiones telefónicas digitales caídas.
Desde 1958 los venezolanos aprendieron a elegir a sus gobernantes a través del voto secreto, universal y directo; Maduro y el chavismo, luego de recibir una aplastante derrota en las elecciones legislativas de 2016, se han negado a convocar nuevas elecciones libres y el país es gobernado como en el siglo XIX y la primera mitad del XX, por las fuerzas armadas militares sustituyendo la voluntad popular.
Mariano Picón Salas, uno de nuestros pensadores mayores, sostenía que —a causa del oscurantismo en el que el dictador Juan Vicente Gómez mantuvo a la nación—, Venezuela entró al siglo XX en 1936, fecha de la muerte del tirano. Todo parece indicar que ahora, de nuevo en tiempos de oscuridad, los venezolanos entraremos al siglo XXI cuando termine de morir el modelo político creado por Hugo Chávez. Allí están las mulas para confirmarlo.