(14 de julio del 2025. El Venezolano).- En Venezuela, disentir se ha transformado en una amenaza que puede costar la libertad, la integridad física e incluso la vida. Los crímenes de odio —infracciones penales motivadas por prejuicios hacia la raza, religión, orientación sexual, ideología política u otras condiciones— han dejado de ser simples estadísticas o advertencias abstractas. Hoy son una realidad palpable en las calles, en las cárceles, en las manifestaciones, y en los exilios forzados.
Escrito por: Manuel Rodríguez / Plataforma Ayuda Venezuela
Durante décadas, el mundo ha sido testigo de cómo el odio se emplea como mecanismo de control y represión. Lo que marca la diferencia en una democracia es cómo se enfrentan estos crímenes. En Venezuela, sin embargo, las leyes parecen avanzar en sentido contrario. En 2017, la Asamblea Nacional Constituyente —compuesta íntegramente por afines al oficialismo— aprobó la Ley Constitucional contra el Odio, por la Convivencia Pacífica y la Tolerancia. Aunque su nombre sugiere una intención loable, su aplicación ha sido ampliamente denunciada como una herramienta de persecución. Lejos de castigar a quienes promueven la violencia desde el poder, ha sido usada para silenciar a quienes denuncian los abusos del régimen.
Una reciente investigación presentada en Madrid por la Alianza Ciudadana por la Libertad de Venezuela reveló hechos de “máxima gravedad”. Según el informe, al menos 35 personas han muerto como resultado de crímenes de odio desde el 4 de julio de 2024, fecha que marcó el inicio de la campaña presidencial. Además, se reportan más de 2.400 detenciones arbitrarias, muchas dirigidas contra indígenas, periodistas, estudiantes y activistas. Las denuncias incluyen torturas, tratos crueles e incluso desapariciones forzadas.
Uno de los aspectos más alarmantes del informe es la participación de grupos armados no oficiales —los denominados colectivos—, que la Alianza prefiere llamar Grupos Armados Violentos, quienes actúan en coordinación con fuerzas del Estado. Estos grupos disparan contra manifestantes y siembran el terror en zonas con presencia opositora. A esto se suma una constante campaña de intimidación desde las más altas esferas del poder. En un mitin electoral, el propio presidente Nicolás Maduro advirtió públicamente que habría un “baño de sangre” y una “guerra civil” si la oposición ganaba las elecciones. Estas declaraciones no solo reflejan un lenguaje de odio, sino que cumplen una función estratégica: infundir miedo y desalentar la participación ciudadana.
Frente a este escenario, el papel de la Alianza Ciudadana por la Libertad de Venezuela ha sido crucial. Esta organización, liderada por venezolanos en el exilio, se ha dedicado a documentar estos crímenes, dar voz a las víctimas y llevar sus denuncias ante instancias internacionales. Para ellos, la lucha no termina con una denuncia, sino que continúa en cada espacio donde se pueda exigir justicia y reparación.
La Alianza ha sido clave en presentar estos casos ante el Tribunal Supremo de Justicia legítimo en el exilio, una instancia simbólica pero vital para mantener viva la esperanza de justicia, en un país donde el poder judicial ha sido cooptado por el régimen.
Mientras tanto, el gobierno venezolano continúa promoviendo discursos divisivos, minimizando los hechos denunciados y actuando con una impunidad casi absoluta. Sin embargo, la presión internacional, el trabajo incansable de las organizaciones de derechos humanos y el compromiso de grupos como la Alianza están logrando que la denuncia no muera, y con ella, la esperanza de justicia.
Los crímenes de odio no son simplemente actos de violencia: son ataques a la dignidad humana, alimentados por el poder del prejuicio y la intolerancia. En Venezuela, representan también el rostro de un sistema que se niega a aceptar la pluralidad, que percibe la diferencia como una amenaza y que responde al disenso con represión.
En medio de la oscuridad, la labor de quienes luchan desde el exilio, desde las calles o desde las cárceles, nos recuerda que la justicia no muere, aunque la silencien. Tarde o temprano, la historia pasa factura. Y en esa historia que aún está por escribirse, el coraje de quienes hoy denuncian los crímenes de odio en Venezuela ocupará un lugar de honor.
Los crímenes de odio no son simplemente actos de violencia: son ataques a la dignidad humana, alimentados por el prejuicio, la intolerancia y el miedo al disenso. En Venezuela, son también el reflejo de un sistema que ha hecho del poder absoluto su único proyecto, y de la represión, su principal herramienta de control.
Pero incluso en los contextos más oscuros, la dignidad y la verdad encuentran caminos para resistir. La labor de quienes documentan, denuncian y se niegan a guardar silencio —ya sea desde el exilio, desde las calles o desde las cárceles— demuestra que el miedo no ha vencido por completo.
Porque cada testimonio, cada nombre rescatado del anonimato, y cada denuncia internacional, es una grieta en el muro de la impunidad. La justicia puede ser lenta, puede parecer lejana, pero mientras existan quienes la exijan, seguirá siendo posible.
Y cuando Venezuela recupere la libertad, serán esas voces —las que hoy arriesgan todo para defender la verdad— las que marcarán el comienzo de una nueva historia. Una historia donde disentir no sea un delito, sino un derecho.